Lugares tan cercanos que nos parecen nuestro propio hogar. Tan lejanos que no sabemos reconocerlos. Este blog está dedicado a todas aquellas historias que nos permiten descubrir la fantasía que habita en el mundo... en pequeñas dosis.
domingo, 28 de octubre de 2018
Voluntad
miércoles, 24 de octubre de 2018
Ámbar y Añil
Dos colores. Dos sabores. Dos vidas. Aire y arena, cazadores y pastores. Pasado y presente. Cuando uno fija la mirada en el horizonte, casi olvida cuál es cual. En el desierto infinito de Aeleriand, los colores se confunden.
A nuestro alrededor, silenciosos, sin alma, los Siervos. Con sólo cuatro miembros y sin alas, sus escamas tenían un color desvaído, y sus ojos estaban apagados. Pero nos habían seguido, y, silenciosos, observaban nuestra discusión.
martes, 23 de octubre de 2018
La Ciénaga
- No, esperad. – La corrigió Oliana, con la mirada fija en la ofoidea de la isla. – Mepótrope lleva desaparecida desde que yo era una larva, sí… Y aquí está. Con las alas hechas jirones, pero viva, al fin y al cabo. Y tiene voz, sí, pero no tiene público para oírla. Observad. – Inquietas, las ofoideas murmuraron, chasqueando sus aparatos bucales, y se dieron cuenta. – Los alrededores de su hogar no son sino lodos, que se extienden por la ciénaga. No hay peces que surquen sus aguas. No hay alimento a su alcance. Pero está aquí.
- ¡Hermanas! – Las llamó la ofoidea de la isla. – Hermanas, no he sido sincera con vosotras. – La voz le tembló, y ésta vez, ya no cantaba. – Mi voz me ha traicionado por miedo. Por hambre. Por desesperación. Llevo en esta isla más tiempo del que puedo recordar. He muerto de hambre, he muerto de tristeza, he muerto de soledad, alimentando mi alma con los ecos de las canciones del lago. Sólo os pido vuestra ayuda, hermanas. Lo único que quiero es salir de aquí.
Confundida, y sin saber qué hacer con la ofoidea mentirosa, Villion se volvió hacia sus tripulantes… Y entonces fue cuando vio la garra viscosa que se había posado en uno de sus laterales.
- No soy tu querida. – Replicó Laín, apartándose de su lado tanto como le permitía su situación. – No soy más que tu prisionera. Debería haber dejado que me devorases. Al menos, habría muerto como una ofoidea… En lugar de vivir como un gusano como tú.
- ¡Sí, nena, háblame sucio! – Se mofó el Bagre con otra carcajada, palmeando la orilla embarrada del islote. – No hay nada que te retenga aquí, querida… Puedes irte siempre que quieras. Sin patas, sin alas… Me gustaría ver cuánto llegas antes de convertirte en la cena de cualquiera de esos gusanos que mantengo a raya. Y, entonces, no tendré más remedio… ¡Tendré que salir al lago! ¡Tendré que darme un festín!
domingo, 21 de octubre de 2018
Raíces
La terasterio ladeó su cabeza insectoide, pequeña, y cubierta por una capucha de hoja cosida. Entrecerró los ojos claros, y examinó lo que tenía ante sí: aquellas amalgamas negruzcas eran más altas que ella, e igual de anchas. Como bolas gigantes de pelo, carne y sangre. Movió las mandíbulas al notar el olor acre y extendió uno de sus largos brazos, diseñados para columpiarse por el árbol, presionando una de las masas. Con un crujido, el cuerpo del grandullón peludo se hundió ante su tacto, completamente carbonizado.
—Sí, están muertos —sentenció, suspirando y volviéndose a las criaturas de su alrededor. No les decía nada nuevo, pero tampoco les decía nada bueno: tanto los cadáveres como los vigilantes eran grisvar, y hasta hacía muy poquitos ciclos, enemigos mortales de los terasterios como ella. Una raza de seres mineros de gruesos brazos, podrían aplastarla sólo con proponérselo. El cabecilla del grupo avanzó ante ella, las correas que sujetaban a la espalda sus garras metálicas estaban más decoradas que las del resto.
—Déjese de cuentos, inspectora Zaira —gruñó el grisvar, arrugando el hocico—. Te hemos llamado para que nos ayudes a resolver este problema, no para que te burles de nosotros.
—Mis disculpas, capitán Stigr —replicó Zaira, altanera. Si los grisvar comprendiesen las expresiones de su rostro insectoide, su sonrisa los ofendería—. Pero quería comprobar lo importante que era este asunto para Kruengard.
—¡Excesivamente importante! —ladró el capitán, apretando los dientes—. ¡Y no sólo para los grisvar! Si ese monstruo logra hacerse con la suya, los terasterios acabaréis exactamente igual que nosotros. ¡Muertos!
Por lo general, los grisvar tendían a la grandilocuencia, pero el capitán Stigr tenía razón: si habían unido fuerzas no era sólo porque sus jefes quisieran una tregua modélica. Tenían que solucionar aquello, o lo perderían todo.
Fafnir. Un ser legendario, un dragón invencible procedente de las entrañas de la tierra. Algunos terasterios decían que los grisvar habían abierto una galería hasta su madriguera, pero Zaira ignoraba a los idiotas por defecto. Fafnir era una bestia mitológica de la que hablaban los grabados grisvar, innumerables generaciones atrás. Los relieves de Karash mostraban a una bestia inmensa, larga como una de las grandes avenidas de Kruengard y ancha como las ramas más grandes de Alda. Atravesaba los pasadizos de los grisvar arrasando todo lo que encontraba. Atacando a sus rebaños, alimentándose de sus cosechas de hongos, provocando corrimientos de tierra… Los cadáveres de grisvar que Zaira tenía ante sí eran testigos de la potencia de fuego de las fauces de la bestia, que tarde o temprano, acudiría a alimentarse a las raíces del Árbol. Y, cuando lo hiciera, sería el final para Alda. El final para todo el mundo.
Por eso habían instaurado una fuerza de trabajo conjunta: la inspectora Zaira y el capitán Stigr comandarían las fuerzas de terasterios y grisvar destinados a detener a Fafnir. Por desgracia, detenerlo era imposible: su cuerpo era tan duro que ni las garras metálicas de los grisvar, las Gratoi, ni los brazos de los terasterios, eran capaces de darle muerte. Lo único que se podía hacer para salvar la vida era huir al notar el seísmo que precedía a sus apariciones en las paredes de los corredores. Huir, y rezar porque se entretuviese devorando al ganado y no acudiese tras la carne de ningún grisvar.
Fafnir era el rey indiscutible de aquel lugar, y con su aliento ígneo, capaz de derretir las rocas, le aseguraba el puesto superior en la cadena alimenticia.
—Pero vamos a ignorar eso por un momento —explicó la inspectora Zaira, delante del escuadrón de fuerzas conjuntas—. Fafnir es invisible, imprevisible, e inevitable. Y esas son tres cosas con las que los terasterios no podemos trabajar. Tenemos que ver al enemigo, comprender al enemigo. Sólo entonces podremos analizarlo y encontrar su punto débil.
Como ella esperaba, aquello generó murmullos. Grisvar, terasterios, enemigos acérrimos, cada grupo cuchicheaba entre sí ignorando deliberadamente al otro. A ella le tocaba lograr que cooperasen.
—Y si queremos matarlo, tenemos que encontrar su punto débil.
—Pero nosotros no somos terasterios —gruñó uno de los grisvar—. Eso de atacar a traición no va con nosotros.
—Y por eso nos necesitáis para salir de esta —Zaira replicó antes de que lo hiciera otro de los suyos—. Para proteger a los vuestros.
Más murmullos, y más protestas. Los grisvar eran directos como piedras cayendo por una ladera, y los Terasterios entrecerraban los ojos y bisbiseaban mirando a sus vecinos por encima del hombro. No trabajarían juntos, no mientras no salieran a la luz los trapos sucios. Era un mal necesario, pensó mientras los veía separarse cada vez más.
—¡Basta! —el capitán Stigr levantó la voz, empuñando con ferocidad sus Gratoi—. Kruengard, Alda, ¿a quién carajo le importa? Si no luchamos juntos, moriremos separados. Y no se vosotros, ¡pero a mí no me importa trabajar con quien haga falta si con ello acabamos con la amenaza!
Golpeó sus Gratoi entre sí. Las palas metálicas de cada Grisvar eran personales e intransferibles, y representaban prácticamente la vida entera para ellos. Cuantos más grabados y más cicatrices, más respeto tenían de sus congéneres. Las de Stigr estaban llenas de ambos.
— Pero, capitán, ¡No necesitamos a estos terasterios estirados para luchar contra la bestia! — Dijo uno de los grisvar, provocando un coro de susurros cuando los Terasterios agitaron sus brazos llenos de afiladas espinas—. Griff el Grande logró hacerle frente, según cuentan los relieves. Encabezó toda una tropa de guerreros, y…
—Y murieron tres cuartas partes de ellos —lo cortó Zaira—. He visto los grabados. Encuentro apasionante vuestro sistema de registro, usando las sombras para ver los detalles, pero las historias del pasado son eso, historias del pasado —miró a su alrededor, sabiendo que ahora los grisvar le prestaban atención—. Puede que Griff el Grande lograse ahuyentar a la bestia, pero lo hizo a cambio de las vidas de la mayor parte de sus hombres, incluyendo la suya —hizo una pausa—. Y yo no pienso hacer ninguna de esas cosas. No sacrificaré a mis hermanos, terasterios, grisvar, y no tengo intención de ahuyentar al dragón… —levantó uno de sus puños en un gesto aprendido del capitán Stigr—. ¡Pienso matarlo!
—¡Pero inspectora! —los grisvar se miraban entre sí, aún más inquietos que antes— ¡No se puede matar! ¡Es Fafnir, el dragón inmortal!
—¡Y la fruta está verde hasta que madura! —replicó Zaira—. ¡Se supone que sois grisvar, carajo! ¡Guerreros que no se asustan ante lo desconocido! Os jactáis de abrir túneles y de que nada puede deteneros… ¿Y vais a quedaros a medio camino porque alguien os dice que no se puede?
—¡Guerreros! —Stigr, a su lado, tomó la palabra—. ¡La inspectora Zaira duda de vuestro valor! Yo le he jurado que sois mis mejores grisvar, los más valientes de aquí a Ciudad Granito… ¡¿Vais a dejar de cavar sólo por encontrar una piedra más dura en el camino?!
Así eran los grisvar. Seres de sangre caliente, dispuesta a hervir ante aquellos desafíos. Zaira sabía cómo pensaban, y precisamente por eso sabía que necesitaba un grisvar para que los motivase. Para que les hiciera centrarse en su misión.
Una misión que les iba a costar esfuerzo. Lo primero, como bien había dicho Zaira en un principio, implicaba estudiar sus enemigos. Estudiar sus patrones de ataque, sus movimientos. No eran aleatorios. Fafnir no era un simple animal salvaje. Era un monstruo. Sus ataques iban dirigidos a las concentraciones de grisvar. Fiestas, celebraciones, mercados donde se procesaba la cosecha…
—La gente lo atrae como a un grisvar lo atrae el metal divino… —gruñía Stigr en la habitación de Alda, excavada en el tronco del árbol, que usaban como cuartel general: Fafnir no se adentraba en el árbol—. Ya van tres rituales de los Sánctor que ha interrumpido. Los sacerdotes pudieron salvarse, pero no sé qué pasará con nosotros si no podemos seguir excavando. Hace dos ciclos que no se oye un sonido en la cámara de reso… Hijo de puta —se volvió hacia Zaira, que había reproducido algunos grabados de Fafnir en una hoja—. ¡Es el sonido! ¡A través de las paredes no puede vernos, pero nos oye! ¡Por eso ataca la cámara de resonancia, por eso ataca los sitios donde hay gente!
Mientras el grisvar salía por la puerta del cuartel general para avisar al grupo, Zaira se quedó pensando. Se guiaba por el sonido. Usaba el sonido, las vibraciones en la tierra para escoger a sus víctimas. Eso significa que podían hablar con él. Podían atraerlo, podían utilizar aquello en su contra. Ahora ya tenían un punto de partida. Y, como todos los terasterios, lo único que necesitaban para alcanzar su objetivo, era una serie de apoyos. Y lo único que necesitaban para lograr su meta, era, seguir avanzando, como un grisvar.
Así que avanzaron. Avanzaron por los túneles, buscando a las víctimas. Buscando a los supervivientes. Buscando a dragón de sus recuerdos. Al real, no al Fafnir legendario, imbatible y letal.
—Si queremos acabar con él —decía Zaira—. Debemos convertirlo en algo con lo que podamos acabar. Debemos conocerlo, no al monstruo legendario… sino a nuestro enemigo
Y lo conocieron. Supieron que Fafnir, el monstruoso dragón ígneo, tenía un cuerpo largo y sinuoso como el brazo de un terasterio. Cubierto de escamas gruesas y muy duras, se desplazaba a gran velocidad por la tierra, y sólo se detenía cuando salía, dispuesto a segar la vida de más grisvar. Supieron que sus tres mandíbulas eran realmente indestructibles, y que sus únicas aperturas para respirar estaban en sus costados, tres orificios por cada lado. Supieron que se cubría de llamas y arrasaba con todo lo que tenía ante sí. Supieron que realmente era invencible.
—Es imposible —gruñía Stigr cuando se paraban a pensarlo—. No hay forma de mandar a ese demonio al Abismo. Tal vez podamos plantarle cara, como hizo Griff el Grande. Tal vez podamos ahuyentarlo y lamentar nuestras pérdidas.
—¡No! —replicó Zaira, agarrándolo por las correas que sujetaban las Gratoi a su espalda, acercándose a él—. ¡Eso nunca! ¡Eres un grisvar, Stigr! ¡No puedes echarte atrás! ¿No dijiste que los grisvar no se echan atrás por nada?
—¡Es un demonio! —el grisvar la zarandeó casi sin proponérselo; Zaira era del grosor de su antebrazo—. ¡No podemos detenerlo! ¡Es imparable, como un corrimiento de tierras! Y, cuando un Grisvar se enfrenta a un derrumbamiento, lo único que puede hacer es echarse atrás.
Los brazos de Zaira se resbalaron de su compañero. De su amigo. Los grisvar eran piedras que marcaban el camino. Duros guerreros que avanzaban sin importar qué, mineros que hacían de su vida excavar roca desnuda sin más ayuda que sus garras metálicas. Si ellos fallaban, si se echaban atrás, los terasterios perderían la esperanza.
—Debes sentirte decepcionada —dijo en voz baja el capitán grisvar—. Creer que podríamos trabajar juntos, que podríamos vencerlo. Pero nos equivocamos.
Zaira no pudo evitar sonreírse. Para compararse con roca sólida, los grisvar tiraban la toalla muy fácilmente. Un terasterio, en cambio, sabe que a veces hay que dar rodeos para llegar a su objetivo.
—No te preocupes, capitán… Creo que tengo una idea.
Una idea arriesgada. Una idea que podría no funcionar. Pero una idea que podría acabar de una vez y para siempre con la amenaza del dragón. Juntos, grisvar y terasterios. Juntas, la ciudad—geoda de Kruengard y la colonia arborícola de Alda.
—Y, para ello… —dijo, varios ciclos más tarde, ante el escuadrón. Su escuadrón de fuerzas conjuntas—. Para ello necesito que confiéis en mí —los miró, pasando la mirada por cada uno de ellos. Los terasterios, con sus máscaras militares, cada una con un diseño único. Los grisvar, con sus Gratoi, sus garras talladas—. Necesito que obedezcáis al instante todas y cada una de mis órdenes. Por muy absurdas que os resulten, por mucho que vayan en contra de vuestra naturaleza.
—Espera, ¿Qué quieres decir? —los terasterios, habituados a confiar sólo en sus brazos para columpiarse entre las ramas, se miraron entre sí.
—Todas las órdenes son todas las órdenes —replicó una grisvar, mirando al terasterio que había hablado y a Zaira de nuevo—. Si te pide que te tires al suelo, o que ruedes, tú lo haces sin pensar. Tienes un plan, ¿No?
—Así es —asintió la inspectora Zaira—. Y ese plan requiere de una cooperación precisa de los miembros de este escuadrón. Fafnir es un enemigo formidable, y vamos a necesitar todo nuestro ánimo para enviarlo al Abismo —haciendo una nueva pausa, suspiró, mirándolos a todos y preguntándose cuántos de ellos vivirían al final del enfrentamiento. Cuantos habrían entregado sus vidas por sus respectivos pueblos.
—Puede que me odiéis en el transcurso de la operación —continuó, por encima de los murmullos—. Y no os culparé. Pero os pido este voto de confianza. Os pido que me deis hasta el final de la batalla. Una vez lo hayamos logrado, una vez hayamos vencido al dragón, me someteré a las medidas que los grisvar, o los terasterios, crean oportunas. Pero es muy importante que me deis vuestra obediencia. Es importante que no digáis nada.
¿Qué puedes decir, cuando te encuentras al borde del Abismo? Zaira sabía lo que era. Sabía lo que se sentía, al encontrarse al borde de la oscuridad, colgando de una ramita que puede quebrarse con un soplo de viento. Crees que llegarás al siguiente tramo, crees que llegarás a la pared, pero sabes que, no todos lo harán. Sabes que la rama se quebrará, y que tú, quizás todos, seréis engullidos por el Abismo. Allí, en la última charla, antes del combate, se permitió alzar la vista y permitir que la luz de Arriba, procedente del cielo, se reflejara en su propia máscara metálica. Suspiró, sintiendo la última bocanada de tranquilidad. Y se volvió hacia los soldados. Acróbatas y mineros. Terasterios y grisvar. Su escuadrón. Sus brazos, para derrotar a Fafnir. Y, con la decisión pintada en sus ojos azules, comenzó a detallar su plan infalible.
—Bien, lo primero que necesitamos es el lugar perfecto. Y también necesitamos el cebo perfecto —miró a Stigr, que tragó saliva.
—¿Cuántos? —dijo, simplemente.
— Un rebaño entero —replicó ella—. Los más ruidosos que encuentres.
Y, poco a poco, preparativo tras preparativo, llegó el gran día. El día del enfrentamiento. Todos los miembros del escuadrón se situaron en la cámara que Zaira había elegido, una cámara baja, iluminada con hongos luminiscentes, pero también con ventanas, que le permitían ver el gran Árbol desplegarse sobre ellos, iluminado por la Luz de Arriba. El gran ventanal les habría dado una vista impresionante si hubieran estado allí por turismo.
Por suerte, o por desgracia, no tuvieron que esperar mucho. Al principio fue imperceptible, un suave movimiento que sólo los animales captaron. Se removieron, nerviosos, balando, pero los terasterios que los rodeaban restallaron sus brazos. Y el temblor aumentó de intensidad. El suelo se resquebrajó, y los guerreros se miraron, asustados. Pero no se movieron. Pero no hablaron. El único sonido que había eran los gritos y los aullidos de las criaturas, que trataban de deshacer las ataduras.
No tuvieron tiempo, porque, repentinamente, el suelo se rompió, y un inmenso titán, tan grueso como una rama del Árbol y con el cuerpo recubierto de escamas, arrasó con el rebaño y desató el caos. O lo intentó. Porque Zaira, de espaldas al ventanal, se permitió un instante para admirar su inmensidad, su fuerza, su forma de arrasar con todo. Sus tres mandíbulas con forma de pico se abrían y cerraban, excavando, y a ambos lados de la cabeza se hallaban los orificios respiratorios, como habían dicho los testigos. Una bestia invencible, un ser legendario. Y ella se disponía a vencerlo.
—¡Ahora! —gritó, tomando el mando—. ¡Etta, Épsilon y Omega! ¡A tocar!
Y como todos los grisvar de la sala, que rodeaban a Fafnir, golpearon la piedra al unísono. Los que había a su izquierda, a su derecha, ante ella. Un enorme concierto de percusión inundó la sala. Fafnir se guiaba por el sonido, lo usaba para localizar sus presas… Y ellos se encargarían de que no pudiera localizar a nadie. El dragón agusanado chilló, retrocediendo hacia su agujero.
—¡Sigma, detenedlo!
Y allí fueron los otros Grisvar, los más fuertes y resistentes, directos al agujero del que salía el cuerpo del ciclópeo dragón gusano. Clavando las garras entre sus durísimas escamas, se aseguraron de ponerle un tope, se aseguraron de encerrarlo allí con ellos.
Aturdido, Fafnir se detuvo un instante, pero si alguno pensaba que con eso bastaría se equivocaba: El dragón se retorció y trató de abalanzarse sobre los grisvar que tanto ruido hacían. Pero por suerte, Zaira ya lo había pensado. Ya estaba preparada. Y lista para la eventualidad.
—¡Alfa, Beta! —gritó, y del techo de la caverna cayeron dos equipos de terasterios, que se arrojaron por sorpresa contra el dragón, con los afilados espolones de sus manos preparados para hacerle sentir su poder. Agarrándose a sus escamas rugosas, los terasterios se columpiaron alrededor de Fafnir, atacando sus espiráculos. Acosándolo y obligándolo a retorcerse. Moviéndose con la velocidad propia de los terasterios para evitar que la bestia los atrapase con sus inmensas mandíbulas, mientras los grisvar atacaban su base desde el suelo.
Lo estaban consiguiendo, pensó Zaira, que seguía en su posición ante la ventana. El trabajo en equipo era la clave. Rodeado por sonidos estruendosos que le impedían ver sus alrededores, acosado por los aguijones de los terasterios y las garras de los Grisvar. Estaban logrando hacerle daño. Y, sin embargo… Sin embargo, sabía que nada era suficiente. Nada de lo que pudieran hacer, ya fuera solos o en equipo, sería suficiente para acabar con él.
Porque Fafnir se había cansado de los grisvar. Fafnir se había cansado de los terasterios. Se retorció, lanzando un bramido estremecedor, y por todos y cada uno de los espiráculos exhaló sendas nubes de energía ígnea, que cubriéndose de fuego y haciendo estallar a los guerreros en llamas. Y allí, con los brazos tensos y pegados al suelo, Zaira tuvo que ver a sus camaradas, sus guerreros, sus hermanos, morir abrasados. Se obligó a ver sus cuerpos pasto de las llamas, a oír sus chillidos agónicos. Porque sabía que eso era culpa suya. Sabía que era ella la que había apostado, y la que los había mandado a la muerte. Porque aquello era una guerra, y en una guerra había que hacer sacrificios.
—¡Ahora! —gritó, sin embargo, entre el estruendo de la percusión de los grisvar, que seguían rodeando al dragón—. ¡Sin piedad con él! ¡Muerte a Fafnir! —envueltos por una furia suicida, obligados por la obediencia ciega que ella les había exigido, los guerreros que quedaban, fueran grisvar o terasterios, se lanzaron a por Fafnir. Enfadando a la bestia. Enfureciéndola. Colocándola en el lugar mental que quería Zaira. Aturdido por la furia y el estruendo, el titánico dragón se acercó de nuevo a la tierra, abriendo y cerrando sus mandíbulas. Calculando su próximo movimiento.
—¡Ahora! —gritó Zaira—. ¡Etta, Épsilon! ¡Fuera!
Y dicho y hecho, los grupos de percusión Etta y Épsilon dejaron de tocar, siendo elevados por los aires por los terasterios que quedaban de reserva en el techo y desapareciendo del panorama mental de la criatura. Ahora sólo quedaba la posición de Zaira, ante la cual el grupo Omega seguía redoblando. Centrando la atención de la bestia ígnea. Centrando su furia. Interfiriendo con su sónar.
—A mi señal —snunció Zaira, sabiendo que se acercaba el momento.
Porque sabía que Fafnir no era idiota. No era un simple animal que cazara para comer. Era una bestia sedienta de sangre, un demonio de odio y fuego. Sabía que no era casualidad que Griff el Grande, capitán y héroe póstumo de los grisvar, hubiera muerto en su último ataque. Se enfrentaba a una bestia inteligente que sabía reconocer y cazar a los líderes, descabezando a los ejércitos. Por eso ella había sido la única que había dado órdenes. Por eso ahora sólo quedaba el grupo que había junto a ella redoblando en el suelo. Y cuando la criatura volvió a despedir vapor a presión por los espiráculos y arrancó de nuevo en su dirección, cegada por el odio y por el aturdimiento, Zaira les dio la señal a los grisvar que quedaban junto a ella.
Y los Grisvar hicieron lo que les había ordenado, aunque fuera contrario a su propia naturaleza: Se apartaron, sin hacerle frente a su enemigo. Zaira, por su parte, también hizo lo contrario a lo que habría hecho cualquier terasterio. Vio venir al dragón, acelerando. Lo vio acercarse, y sintió el deseo de esquivarlo, de serpentear a un lado como siempre hacía. Pero no lo hizo. Lo esperó allí, quieta, con los brazos abiertos.
Y cuando el titánico gusano dragón imbuido en llamas la arrolló, como una locomotora de vapor habría arrollado a un ser humano, Zaira lo envolvió con sus brazos, agarrándolo para impedir que abriese las mandíbulas de nuevo. Y juntos, atravesaron la pared a su espalda. Atravesaron el ventanal, y tras ellos estaba el vacío, el mismo vacío que los estruendos de percusión de los grisvar habían ocultado ante Fafnir. Y así, el dragón invencible se arrojó al Abismo, incapaz, gracias a Zaira, de abrir de nuevo la boca para entrar por la pared. Y mientras caían a la oscuridad del vacío, Zaira pudo ver por última vez su patria, aquel Árbol que se erigía en la vertiente horizontal de La Grieta, y, de alguna manera, se sintió orgullosa. Caía, al igual que Fafnir. Pero, a diferencia de él, Zaira había ganado.