sábado, 12 de febrero de 2022

Las noches del Ojo Blanco

 

El mundo está bien. Los críos juguetean por el césped, persiguiéndose, peleando en broma. Aprovechando los últimos momentos antes de que de repente crezcan, y tengan que convertirse en Cazadores como nosotros. Ese momento llegará antes de lo que creen. Ya está llegando, de hecho. Raya y yo ya los estamos acostumbrando a seguirnos en las marchas. En las largas esperas. Pronto matarán.
           Pero, por ahora, esa aura de inocencia, ese aroma despreocupado, es suficiente. La tripa llena, una zona tranquila mientras juegan. Raya dormita, echada sobre la hierba. Y yo los vigilo, atento, pensando que ojalá podamos quedarnos aquí más tiempo. Hay mucha presa. El mundo está bien.

Por supuesto, no somos los únicos Cazadores del Valle. El Tuerto y su familia viven en la ladera del Pico de la Culebra. El viejo es listo, demasiado para mí. Cuando llegué aquí con Raya, aún no se llamaba el Tuerto, pero ya era un Cazador viejo. Creí que podría enfrentarme a él y hacerme con el control de la zona, convertirla en mi coto de caza particular.
            Me equivocaba.

            Las heridas que me dejó en el cuello aún me duelen en los días de lluvia, y cuando noto su aura, su aroma, y siento que ha bajado al valle, no puedo evitar agitarme. Pero nunca tenemos problemas. Sabemos cuál es el sitio de cada uno.
        Además, él y su familia prefieren el Pico de la Culebra: las presas son más pequeñas y vulnerables, el terreno más dificultoso para escapar. Y cuando alcanzan alguno de los “Festines con cuernos” de los Magos, tienen más tiempo antes de que estos se den cuenta. El único problema son los Hechizados, parientes lejanos de los Cazadores, reconvertidos en guerreros fofos y gordos, que se contentan con intentar espantarlos. El Pico de la Culebra es el trono del Tuerto. Cuando el Ojo Blanco ilumina la noche, el agudo aviso del viejo cercena el cielo sobre el Valle, y los demás Cazadores no podemos hacer otra cosa que responder.

 En el valle hay más comida, claro. Hay Saltadores, por ejemplo, que van en manadas, y las Bolas de Furia, peludas y con colmillos, son mucho más comunes. Pero es un regalo envenenado: las Bolas de Furia no se llaman así por casualidad, y si te encuentras con una, tu mejor opción es encontrarte también con su camada. Y para cazar a un Saltador necesitas trabajo en equipo, lo que no significa que no vayan a cornearte. Un Saltador macho, en época de celo, tiene astas suficientes para matarnos tanto a mí como a Raya de un golpe.
        Y luego están los Magos, claro. Magos por aquí, Magos por allá. A toda velocidad por todas partes, por caminos quemados. Rugiendo como bestias. En el Valle, los Festines con cuernos abundan, igual que los Pompones Lanudos. Y también hay Hechizados. Pero estos no solo ladran, intentando espantarte. Estos invocan a sus Magos. Y los Magos Matan.
        Los Magos son lentos, y, campo través, hasta un cachorro puede dejarlos atrás fácilmente. Pero no hay que arriesgarse: su magia es poderosa. Para proteger a sus animales, tienen barreras que duelen como una dentellada en el hocico. Tienen auras tóxicas, tan penetrantes que impiden que nos acerquemos a los Festines con cuernos. Los peores son los hechizos acres, con olor a fuego. Descargan un trueno, y fulminan a un Cazador. Allí, en su Centro de Mil Auras, la guarida de los Magos, inventan día tras día nuevas formas de seguir siendo los amos indiscutibles del valle.

 Pero hasta ellos tienen sus límites. Hasta los Magos gritan, y aúllan, y encienden sus Fuegos Fríos en las noches del Ojo Blanco. Como aquella noche, en la que el Ojo brillaba en lo más alto.
            Aquella noche, el Centro de las Mil Auras tenía una sola: un aura a miedo. Miedo a uno de los suyos, a un hechizo que nunca se debió crear. Y, en torno a esa aura de miedo, hay otro aroma. Algo distinto, antinatural, que encaja perfectamente con aquel escalofriante aviso que, oyéndose por todo el Valle, nos heló la sangre a todos.
           Un aviso empapado de dolor y de odio. Un aviso que sonaba como el de un Cazador, pero que no lo era. Un aviso revindicando su existencia en el orden natural al que era ajeno. Y tuvimos que responder. El Tuerto respondió. Los Dos Hermanos, la familia que vivía al otro lado del lago, respondieron. Mi manada respondió.
         Desconozco si aquella criatura sabía interpretar nuestros avisos, pero para nosotros era claro como el agua de la montaña: esa noche había batida.

 La última noche del Ojo Blanco, nuestros hijos mayores cazaban con nosotros. Cara Negra era el mayor, y sería el próximo cabeza de familia una vez yo estuviera demasiado viejo como para defender el puesto, pero Pata Blanca y Oreja mordida no se quedaban atrás; Éramos una familia de Cazadores, y una familia que sabía que tendría que lidiar con aquella Criatura salida de la fortaleza de los Magos. El rastro era fuerte y claro, la Criatura no escondía sus pasos. Y fue una caza sangrienta. La Criatura era una bestia enorme. Hirsuta, de hocico largo y orejas grandes, al principio, al verlo destripando un Festín con Cuernos, casi podría haber parecido un cazador como nosotros. Pero no. Luego se puso en pie, como los Magos, y nos devolvió la mirada. No había razón, ni comedimiento alguno en sus ojos amarillos. Sólo había rabia. Rabia y hambre.
        Cara Negra era el más fornido de mis hijos. El más audaz en las batidas. Fue el primero que se lanzó a la garganta del Mago-Cazador, antes siquiera de que decidiésemos si era buena idea lidiar con él nosotros solos.
        No lo era.
       Ambos rodaron por el claro, empapándose de la sangre del Festín con Cuernos muerto. Raya y yo seguimos a Cara Negra, buscando atrapar al monstruo. Forcejeando, el Mago-Cazador intentó deshacerse del mordisco de Cara Negra. Dando vueltas, revolviéndose hasta formar una única masa de pelo y sangre que no podíamos morder por temor a herir a nuestro hijo.

        Ya era tarde. No tardamos mucho en darnos cuenta de que aquel frenético forcejeo no era porque la Criatura tratase de librarse del agarre de Cara Negra, sino porque nuestro primogénito trataba de impedir que la abominación le atravesara la garganta.

          No tuvo éxito.

        Con un chasquido y un gañido de dolor, el cuerpo del que hubiera sido el próximo cabeza de familia quedó inerte. Un desagarro, y la sangre de nuestro hijo se derramó a borbotones. La brutalidad de aquella bestia, ni Cazador ni Mago, nos hizo retroceder, sin dar crédito a lo que veíamos u olíamos. Furia. Rabia. Ferocidad. Aquella criatura no se detendría ante nada hasta haber terminado con todos nosotros. Hasta ser el último Cazador, el Rey del Bosque.
        Raya, Pata Blanca, Oreja mordida y yo, sentimos la sangre hervir en nuestro interior.

        Aquella fue una Caza larga. Larga, y sangrienta.

Para cuando la Luz Diurna asomó tímidamente entre los árboles, todos mis hijos habían muerto. Yo estaba cubierto de mordiscos. Había dejado que la furia de aquel Mago-Cazador me alcanzase, y lo había pagado caro. Pero había sobrevivido. Y, gracias a la ayuda del Tuerto y de los Dos Hermanos, ahora su cuerpo yacía inerte y con la garganta desgarrada en la peña más visible de todo el Valle.

 Y ahora, el mundo está bien. Raya dormita, tranquilamente, como si nada hubiera pasado. Los cachorros, nuevos cachorros, que sustituirán a los tres que perdimos, juegan por primera vez fuera de la madriguera. Para esta noche el Ojo Blanco vuelve a ser redondo, y los mordiscos del Mago-Cazador están casi curados. Y yo siento una magia nueva abrirse paso en mi interior. Ferocidad. Rabia. Fuerza. Cazadores, Magos…

Esta noche, el único Rey del Valle seré yo.

La Forma

—Apagas la luz a las once y media.

Que sí, ma, que si, piensas. ¿Cuántos años se cree que tienes? Ya no eres una cría para que te controle así. No tiene ningún derecho, te dices en tu mente. Le das las buenas noches educadamente y esperas a que se vaya; esperas lo justo y sacas la consola portátil de debajo del colchón —ella la esconde cada vez más, tú lo tomas como un reto— y la enciendes para comenzar a jugar. Mañana es sábado y no hay instituto. ¿A quién le importa la hora?
            La puerta se abre de repente y tú tapas la luz de la consola con tu cuerpo, haciéndote la dormida. Ha intentado pescarte así más veces, si lo consigue se liará una buena. Su silueta queda ahí, recortada contra la luz del pasillo, un buen rato. Demasiado rato, como desafiándote. Y tú te haces la dormida, mirándola de reojo, escuchando su respiración acompasada. Sientes que algo está mal e inconscientemente te encoges, apretando la consola contra tu pecho. Las madres no deberían acechar a sus hijas como depredadores, como si buscasen el Anillo Único.
           Finalmente, la figura desaparece, la puerta se cierra, y vuelves a poder respirar. A la mañana siguiente, mamá está fresca como una rosa, mientras tú…

Esa noche es sábado y no hay escuela el domingo, pero le da igual: a la cama a las once y media. A ti también te da igual. Tienes pensado pasarte la noche superando el nivel del Templo del Agua de todas formas.
        Hasta que aparece ella de nuevo: casi sin ruido, mamá abre la puerta, y sólo logras salvar la consola gracias a tus rápidos reflejos. Y otra vez, la misma escena: la silueta que entra en la habitación, respirando calmadamente mientras la hija, con el corazoncito infantil martilleando contra sus costillas tan rápido que cree que podrá oírla. Esta vez alcanzas a mirar la hora: las dos y media de la mañana. Si te encuentra, si descubre que estás despierta, probablemente te caerá la bronca del siglo y mamá esconderá la consola en otro lugar que tendrás que encontrar. Pero, por alguna razón, se siente como algo más. Se siente como si lucharas por tu vida. Aquella figura enmarcada en la luz del pasillo observa el cuarto durante lo que parecen horas, antes de irse y que puedas volver a respirar normalmente. ¿Lo sabe? ¿Sabe que finges y por eso te tortura así, acechando tanto rato?

—¿Pasaba algo anoche, ma? —el enfrentamiento te vuelve a dejar agotada el domingo por la mañana—. Te sentí abrir la puerta del cuarto mientras dormía.
            —¿Qué? Yo anoche no abrí nada, cielo. Lo habrás soñado —bueno, no es la primera vez que se cubre con una mentira—. Además, ¿Cómo me vas a sentir si estabas dormida?
          Las madres tienen esa cualidad, a veces, de tener la razón, aunque no la tengan. ¿Cuál es el estado natural de una madre? ¿La que te acaricia la cabeza mientras desayunas galletas, o la que acecha por las noches en busca de una desobediencia que castigar?

           La batalla por el control es una que se libra entre padres e hijos y que dura toda la adolescencia, hasta que estos últimos ganan. Tal vez sea eso lo que te hace sacar la consola una vez más aquella noche. A pesar de que mañana haya escuela.

Mamá abre de nuevo la puerta, distingues su figura en sombras contra la luz del pasillo. Una y otra vez acechando a sus presas. Te sientes como un animalito de los de documental, inmóvil para librarse de la serpiente. Oyes a Mamá respirar acompasadamente, recordándote que tú debes hacer lo mismo, aunque sientas pura adrenalina en tus venas. Se supone que estás durmiendo.
           Miras de reojo y, de repente, te das cuenta de qué es lo que está mal, qué te ha hecho sentir como liebre agazapada todas esas noches: ella no está respirando.
       Oyes la respiración rítmica, demasiado rítmica, pero si la observas a contraluz, no hay movimientos, su pecho no se eleva al inspirar. Una oleada de frío pánico recorre tu cuerpo.  ¿Qué está pasando? ¿Quién es Mamá? ¿Qué es Mamá? Mueve la cabeza hacia ti, y te mira. O crees que te mira. En la oscuridad, ni siquiera puedes distinguir si tiene ojos.

       Cuando llega la mañana, estás empapada en sudor, y la consola continúa firmemente apretada contra tu pecho.

 —¿Estás bien, hija? Parece que tuviste una pesadilla.
            Le devuelves la mirada al otro lado de la mesa de la cocina, a la luz del día solo es mamá, y tus aprensiones son solo eso, pesadillas y cosas imaginadas en la oscuridad. Probablemente solo fue sugestión. Para cuando llegas a la escuela ya se te ha olvidado el miedo.

De todas formas, no vuelves a jugar por la noche hasta después de una semana. Es el cumpleaños de mamá, así que papá y ella salen a cenar unos amigos hasta tarde. Y eres demasiado grande para una cuidadora, lo que significa fiesta en tu habitación con la consola, bajando a espadazos los puntos de vida del villano en un frenesí de botones tal que prácticamente no la oyes venir. Solo unos pasos, el crujir de la tabla del suelo ante tu habitación, y la puerta se abre de golpe, en busca de una hija desobediente. Pero esa hija tiene los reflejos más rápidos del país y probablemente habría podido ganar competiciones al respecto de no estar allí, aterrada, con la consola pausada contra el pecho y el corazón a mil. Recordando que no sintió cerrarse la puerta de entrada y que el pecho de aquella cosa no se mueve para respirar.
            Piensas frenéticamente que no te diste cuenta, que ellos volvieron antes de tiempo y estabas tan centrada en el juego que no los oíste. Que ella lo hizo para cazarte, todo esto lo hace para cazarte.

           La notas mirar la habitación, posar en ti su mirada sin ojos, y decides enfrentarte al peligro de una vez por todas. Disimuladamente guardas la consola entre las sábanas, bocabajo para amortiguar el brillo, y te das la vuelta, fingiendo despertarte.
            —¿Ma?

        La silueta que se recorta contra la luz del pasillo tuerce la cabeza de una forma imposible con un chasquido, y con una oleada de pánico recorriendo tus jóvenes extremidades, reconoces al fin que esta no es mamá.

 

 La cena ha ido bien. Habéis estado los de siempre, comiendo, tomando algo, la sobremesa se ha alargado, y para cuando tu marido y tú llegáis a casa, son más de las tres.
           —Menuda fiesta debe tener montada ahí dentro —bromea Ángel, mientras abrís la puerta de casa—. Recuerdo que cuando mis padres no estaban en casa mis hermanos y yo hacíamos guerra de cojines. Hasta que tiramos un jarrón que le gustaba a mamá y se descubrió el pastel. Papá puso cerrojos a nuestras habitaciones, y cada noche…
           Le chistas para hacerle callar. El vino habla por él, o, al menos, le impide modular el volumen. Vas a ver cómo está Carmen.
           —Completamente dormida —suspiras, tras un par de minutos, volviendo al salón—. Pobre, lleva toda la semana con pesadillas. Deberías verla cuando se despierta, toda pálida y sudorosa. Creo que son esos juegos que juega.

        —Es la edad —sentencia Ángel encogiendo los hombros mientras vais al dormitorio—. Todos los chicos a su edad duermen mal, por eso siempre están rebeldes y de mal humor.
        Vuelves a chistar, demasiado volumen. Demasiada cena. Como de costumbre, una vez se acuesta, no tarda en quedarse profundamente dormido. Resoplas, un poco decepcionada, mientras te acomodas bajo las mantas, pero el día ha sido largo y también estás cansada.

No obstante, no puedes dormir, ya que unos minutos después una silueta infantil aparece en el dintel de la puerta, en la penumbra. Allí mirándoos, sin decir nada. Y miras a la silueta de reojo, pensando que no eres capaz de distinguir los rasgos de su rostro. Pensando que no has oído crujir la tabla de la puerta del cuarto de tu única hija.