viernes, 28 de enero de 2022

En Stock


En stock

 Una imagen borrosa. Como mal sintonizada. Así que pestañeó y se estiró en la cama, mirando la lámpara del techo. Se había quedado traspuesto, o eso creía: sentía la cabeza llena de cosas, pero era incapaz de recordar ninguna. Seguramente un día largo, pensó, mirando el ocaso por la ventana. Luego miró el escritorio de la pared a su izquierda, con unos pocos libros sin dibujos y unos portalápices, y después se volvió para mirar a la pared opuesta. Un error por su parte.

No había pared opuesta.

Donde debería haber una pared de ladrillo, la habitación dejaba de existir, y un poco más allá, lo observaba una mujer sonriente con un carro de la compra lleno de cosas.
—¿Y bien? —dijo ella, ladeando la cabeza—. ¿Crees que es mullida? —tras ella, el enorme almacén, con techos altísimos, se extendía más allá de lo que alcanzaba la vista. Desorientado, el joven se levantó—. Está bien, Isaac —añadió la mujer—, podemos probar otras habitaciones.
—No —repuso Isaac, que poco a poco, muy poco a poco, volvía en sí—. Es sólo que…

Miró hacia atrás, hacia lo que había pensado durante un minuto que era su habitación. El expositor estaba bien logrado, por supuesto: el flexo, las cortinas, el escritorio, incluso una ventana… Todo igual. Pero ahora que había salido y la ilusión se había roto, podía ver que la ventana en realidad era una simulación, que los libros en realidad eran bloques de madera, y que de todos los muebles sobresalían sendas etiquetas con el precio y las características. Al frente del expositor había un letrero con un botón rojo que ponía “pruébame”.
—Te quedaste traspuesto, ¿verdad? —la mujer se acercó, con las manos sobre los hombros de Isaac. Comparada con el flexo de la habitación, la luz allí era blanca e impersonal. Como si estuviera en otro mundo. Uno que no terminaba de recordar.
—Lo siento…, Miriam —dijo, una vez pudo ver la identificación en la solapa de ella, en la que ponía “Miriam S., visitante”. También recordó de repente quién era esa mujer—. No sé qué me pasa. Intento pensar, intento recordar, pero no soy capaz —su respiración comenzó a acelerarse, sus pensamientos se enredaban de nuevo—. ¡Miriam, ni siquiera te reconocí hasta ahora mismo! ¡Y eres mi esposa! ¡¿Qué me ha pasado?!
—¡Vale, vale, Isaac! —Miriam le puso las manos en el pecho.
 

—¿Puedo ayudar en algo? —un hombre con uniforme de dependiente se acercó a ellos, inclinándose servicial mientras los miraba. Isaac se dio cuenta de que sus ojos en realidad eran cámaras, de que a pesar de su aspecto agradable y humanoide no era más que un robot de asistencia—. ¿Hay algún problema?
—¡No! No —Miriam se volvió hacia el asistente—. Todo está bien. Sólo está un poco desorientado, nada más.

—Sí… —suspiró Isaac, calmado de nuevo—. No sé lo que me pasó.
—Pasa que llevamos demasiado tiempo aquí dentro, y que estamos cansados. Creo que lo mejor será que descansemos un poco, ¿de acuerdo? —Miriam se volvió al asistente—. ¿Podría indicarnos dónde encontrar la zona de descanso más cercana?

Antes de seguir al androide, Isaac miró por última vez la fila de “habitaciones” expuestas. Había tantas, una detrás de otra, y todas eran prácticamente iguales. Salas de estar, hasta cocinas. El pensamiento de que podría entrar a una de aquellas viviendas falsas y olvidarse de sí mismo, hasta de su propio nombre, le hizo dar un escalofrío. Y aquella habitación se parecía demasiado a la habitación de su infancia.
—Entonces, ¿qué? ¿Al final era mullido? —Miriam se había detenido junto a él, y miraba también la habitación—. Estabas probando el colchón, ¿recuerdas?
—¡Ah! —si lo decía ella, debía ser cierto—. Bueno… supongo que si me quedé dormido debe ser porque sí, ¿verdad? —la miró, dubitativo, y tras un instante, ella se echó a reír.
—Está bien, nos lo llevamos, aunque no creas que cada vez que te despiertes va a ser como si te comprases un cuerpo nuevo —le dio una palmada en la espalda—. Déjame apuntar el número de referencia y lo recogemos después, ¿de acuerdo, cielo? No creo que nos quepa aquí, al menos por ahora.
El carro que empujaba ya tenía todo un surtido de cosas variadas, desde el proyector holográfico hasta aquella plantita de color rojo que parecía que le sonreía con una boca llena de dientes.
—Bueno, hora de tomar un descanso —dijo Miriam, mientras se acercaban a una zona del almacén con tejadillos y asientos y unas paredes, como una especie de refugio dentro del enorme edificio—. Ve sentándote mientras yo nos encuentro algo de beber, ¿vale?

La zona de descanso era una de las muchas que había repartidas por el centro comercial: una enorme columna que llegaba hasta el techo, con aseos en la base y máquinas expendedoras a un lado. Provisiones para que los clientes tuvieran un respiro en el interminable trayecto de compras. Isaac se sentó en una mesa para dos, no muy lejos de un grupo de chicos que se habían instalado allí con unas bolsas de fritos, refrescos y una guitarra, mientras su androide de compañía se cargaba en el enchufe del suelo. Eran colonos, les explicaron, cuando Miriam volvió con un café para ella y una botella de agua para él. Acababan de volver de un servicio de cinco años terraformando en los campos Arestes en el planeta rojo, y ahora estaban usando la paga para instalarse de nuevo en la Tierra.

—Cuando salimos hacia allá queríamos ver mundo —decía uno de ellos—. Pero no, olvídalo. Después de cinco años, es hora de tener una casa que sea nuestra de verdad.
Isaac asintió, pensativo mientras miraba la botella. Los Campos Arestes, el planeta rojo… Rojo… Una casa que fuera suya de verdad…
Sintió como si la vista perdiese resolución. Se frotó los ojos, mientras miraba a su esposa. Qué raro.
—¿Isaac? —La voz de Miriam y su mano tomando la de él aclararon su mente de nuevo—. ¿Estás bien, cielo?
—No sé. Es como si… —Isaac se pasó la mano por la cara, pero todo era normal.
—¿Está bien? —los chicos con los que charlaban miraron a Miriam.
—Sí, sí, está bien —ella les sonrió, sin apartar la mano—. Isaac, cielo, bebe un poco de agua. Te sentirás mejor.

El frescor en la garganta de Isaac terminó de despejarle, y tras respirar profundamente, volvió a mirarla a ella.
—Estoy bien. Supongo que la excursión es más larga de lo que esperaba.
—¿Quieres que nos vayamos ya? —preguntó Miriam.
—No, no —él miró el carrito ya casi lleno de cosas—. Sólo nos queda recoger las cosas grandes, ¿verdad? —respiró profundamente de nuevo, y se levantó—. Vamos allá. ¿Dónde los recogemos, exactamente?

Las puertas de los elevadores que los llevarían a la zona inferior, donde se acumulaban los muebles, estaban al lado opuesto de los baños, en la misma columna, así que la pareja se despidió de los colonos, y se dispuso a terminar su excursión.
—Menos mal que no hay que venir muy a menudo —suspiró Isaac, entrando en el elevador—. ¿Y si no pudiéramos encontrar la salida?
—Probablemente podríamos vivir aquí dentro, tendríamos todo lo necesario —se echó a reír su esposa, que le dio al botón de “descender”—. Aunque sería mucho más caro, tendrías que estar comprando cosas constantemente.
—A lo mejor terminaríamos convirtiéndonos en parte de la exposición. O en asistentes robóticos, ¿verdad? —miró su reflejo borroso en el espejo del ascensor—. Creo que al venir hacia aquí vi uno de esos androides de compañía que se me parecía.
Se presionó con los dedos en la mejilla, pensando en lo realista que era la piel sintética de los androides. ¿Se daría cuenta si uno de ellos intentaba hacerse pasar por humano? Después del test de Turing, el de Voight-Kampff era el más utilizado para distinguir a los androides. ¿Sería capaz de distinguir la dilatación pupilar de un ojo humano de la de una cámara androide? Isaac se fijó en sus propios ojos en el reflejo, pero antes de que pudiera pensarlo bien, Miriam atrajo su atención a un cuadernito, en el que tenía apuntados varios números de referencia.
—¿Preparado para la parte más complicada?

Las puertas del ascensor se abrieron, por fin, y los dos salieron a un sector del almacén que era, si cabe, aún más enorme que el anterior: el depósito, en el que se amontonaban, clasificadas por número de etiqueta, montañas y montañas de paquetes embalados destinados a convertirse en mesas, sillas, camas, y todo tipo de cosas. Miles y miles de variaciones de todas las cosas que uno pudiera pensar. Tenedores, lámparas, lavamanos, persianas… para todos los gustos.
La segunda parte de la excursión fue más sencilla para Isaac —sólo tenía que empujar un carrito nuevo que tomaron vacío—, pero no menos cansada: aquellos pasillos eran interminables, y más de una vez, creyeron que habían dado la vuelta, sólo para orientarse con los carteles que indicaban las referencias.
—No puedo creer que estemos comprando tantos muebles —Isaac empujó el carrito detrás de su esposa, que iba en dirección a las cajas—. ¿Qué se supone que ha pasado? ¿Es que hemos comprado una casa nueva y no me acuerdo?
—¿No te acuerdas? —ella lo miró, seria, un instante, pero luego se echó a reír, relajando la tensión—. Ay, tonto, ¿cómo no te ibas a acordar de eso? Venga, vamos. Seguro que las cajas registradoras están a rebosar, y no quiero esperar demasiado.

Y ahora, la interminable fila de cabinas registradoras que representaba la última barrera antes del mundo real. Y una se iluminaba y el siguiente en la cola se metía en ella con un carro que por lo general rebosaba de cosas tanto como los suyos.
El murmullo de la gente enmudeció cuando Isaac siguió a su esposa a su propia cabina, y un cajero robótico les dio la bienvenida, mostrando la zona donde podía apoyar sus compras para que fueran identificadas.
Los sensores pitaban cada vez que registraban un producto, y éste aparecía en la pantalla que había en la pared. Los paquetes transformables, las lámparas, la planta sonriente… Isaac ayudó a descargar los objetos más grandes, hasta que todos ellos estuvieron en el área designada.

—Uno de nuestros asistentes los llevará hasta su vehículo —sonrió el androide cajero—. ¿Deseaba algo más?
—Sí —asintió ella, tras mirar fugazmente a Isaac—. Una última compra, aunque no será necesario transportarla. Tengo un cupón promocional —explicó—. Código “ANEWLIFE”. Si quiere lo deletreo.
—No será necesario —asintió el dependiente, mientras el código aparecía en pantalla—. Escanee el producto, por favor.
Para sorpresa de Isaac, Miriam se volvió y le arremangó la camisa. En el antebrazo de Isaac había una etiqueta rectangular, un código de barras que hizo pitar a la máquina. El dependiente robótico felicitó a la mujer, y ésta se volvió hacia Isaac, como si no viera la emoción en su rostro.
—¿Lo ves, cielo? Un cuerpo artificial, nuevo, y completamente sano. Y mucho más resistente que el anterior. Te dije que una tontería como aquel incendio no serviría para separarte de mí. Gracias al dinero del seguro hemos comprado lo suficiente para reponer lo que perdimos, y cuando la programación termine de asentarse, todo volverá a la normalidad —la sonrisa de Miriam se ensanchó—. Vas a estar conmigo para siempre.