viernes, 7 de diciembre de 2018

Des-publicación

Si habéis pasado por el blog más de una vez, os habréis dado cuenta de que algunos post (o más bien todos) están ausentes de éste. Esto se debe a que, ya que tenía intención de presentar ciertas historias a algunos concursos de relato corto, éstos pedían en sus bases que no estuvieran editadas en medios físicos ni digitales, por lo que comprenderéis que no me es posible tenerlas editadas aquí mientras no sepa qué ocurrirá con las historias.
Evidentemente, si escribo alguna más, la subiré en caso de que sea posible.
¡Gracias por vuestra atención! ^-^

EDITADO: Una vez terminados la mayor parte de los concursos en los que participé (sin éxito) vuelvo a publicar las historias, y si escribo alguna más también aparecerá por aquí, gracias de nuevo :)

domingo, 28 de octubre de 2018

Voluntad


Hay momentos como ese, en el que ves pasar la vida ante tus ojos. En el caso de una de las Larvas, más bien sería ver un halo de luz de pensamiento a tu alrededor, un pequeño destello en el que tu vida pasaría a través de ti. Hay momentos en los que notas que es un lugar crucial en tu existencia. Xialis podría haber visto aquella corona de luz chisporroteando a su alrededor, si no hubiera estado concentrada. Podría haber visto el resto de las Larvas, unos metros más allá, metidas de lleno en el estanque, con sus pensamientos relampagueando entre ellas, en lo que en seres verbales habría sido un parloteo nervioso. Pero estaba concentrada.

Estaba concentrada en dos cosas. La primera de ellas era aquel Ser Pescador. Aquella criatura grande y mezquina, aquel depredador terrestre que se había aproximado a la orilla del Estanque a hacer, bueno, lo que se supone que un Ser Pescador debería hacer. En aquel sentido, no se podía decir que fuera una situación especial. Pero la cosa es que lo había hecho con la Larva equivocada. Y la segunda cosa en la que Xialis estaba concentrada, era en su debilidad.
Porque hay gente que está hecha para Mandar, y gente que está hecha para Ser Mandada. Gente, ya sean humanos, espíritus, alienígenas, Espectros… hecha para Liderar, y gente hecha para Seguir. Y entre las Larvas no era diferente. Xialis era del segundo tipo. Xialis siempre había visto a Liom, a su Liom (no su de posesión sino su de reconocimiento) por delante de ella. Con él había nadado desde que habían dejado de ser huevos dejados por algún adulto en el Estanque con los demás. Con él había aprendido a canalizar sus pensamientos en aquella luz mágica, a usar su Luz de Voluntad. Y cuando él podía concentrarla en un rayo con determinación y explicar una idea con toda claridad, ella sólo lograba generar un halo de luces a su alrededor. Cuando él lograba iluminar las algas que comían y disolverlas antes de comerlas, ella sólo lograba atraerlas hacia sí débilmente. Pero no era necesario: Él emitía el haz de luz de voluntad, él abría la comunicación, él compartía su comida. Él le mostraba el mundo exterior que veía cuando sacaba la cabeza más allá de la superficie del Estanque. A un mundo cruel, un mundo repleto de rocas, donde lo único que sobrevivía era lo que tenía la Determinación por sobrevivir. Xialis era débil, sí, y su determinación no era suficiente para sobrevivir en el exterior. Pero por eso sólo era una Larva. Por eso vivía en el Estanque.

El Estanque era su hogar, su burbuja de seguridad. Su zona de confort. Los únicos que podían sobrevivir en el exterior eran los Adultos, que rodaban a altas velocidades por las llanuras rocosas del Inframundo. Al igual que las Larvas, los Adultos tenían cuerpos blandos e invertebrados, pero estaban protegidos de los peligros del mundo exterior por durísimos escudos, fabricados a partir de las dos mitades semiesféricas de enormes piedras, que debían tallar como Larvas usando su Voluntad para poder madurar. Liom había sido el primero de su generación en poder concentrar su Voluntad en un rayo de aquella manera. El primero en poder someter la piedra usando la energía pura de su voluntad. El primero en tallar sus escudos. Liom siempre había querido ser adulto, y había sido el primero en tener el poder para hacerlo. Había tallado con el rayo de luz la piedra hasta convertirla en un par de semiesferas que usar como escudos. Había salido a la superficie, preparado para echar a rodar como el resto de Esferas adultas. Se había encontrado por sorpresa con un Ser Pescador. Y ahora…
Tal vez fuera la voluntad de los dioses. Si hubiera creído en algún dios, considerado la presencia de un ser superior (superior a los adultos y a los seres pescadores, a todos), se habría planteado si sería aquello idea suya. Pero Xialis, desde el fondo del Estanque, lo dudaba. Nadie habría querido que una Larva como Liom acabara de aquella forma justo después de madurar. Ella no lo había querido. No podía aceptarlo. No pensaba tolerarlo. Acabaría con cualquiera que se atreviera a sugerirlo. Y, casualmente, en este mismo momento, la única criatura que se había atrevido a sugerirlo estaba frente a ella.

Por eso, Xialis no se dio cuenta de muchas cosas. Xialis sólo estaba concentrada en dos cosas. Estaba concentrada en su debilidad, en que nunca había podido devolverle a Liom todos aquellos favores… Y estaba concentrada en el Ser Pescador que lo había devorado como una garza se come a una rana, sin piedad y sin previo aviso. El problema, es que esa rana normalmente no tiene otra rana enamorada de ella. El problema es que las ranas no disparan rayos de energía.

Porque la Voluntad de las Esferas del Inframundo es energía. Lo que para un mago requiere pronunciar un hechizo, para una Esfera sólo requiere enfocar sus pensamientos, canalizar su pasión interior. Si el Ser Pescador, nuestra garza metafórica, hubiera tenido los sensores apropiados para detectarlo, habría detectado la tristeza interminable de Xialis. La rabia por no poder cambiar las cosas. La furia por haber perdido al ser que amaba. Habría detectado toda una vida de Larvas admirando a Liom. Pero no podía detectarlo. Lo único que pudo notar, fue cómo la parte de su esternón que se había iluminado por la Luz de la Voluntad de Xialis comenzaba a disolverse, erosionada por la fuerza de los sentimientos de la Larva furiosa. La Voluntad de Xialis ya no era un tenue halo a su alrededor, sino un poderoso canal lumínico, un Rayo de Luz capaz de someter todo aquello con lo que se encontraba. La Voluntad necesaria para sobrevivir en el Inframundo.

Era una vida difícil, pensó Xialis cuando el Pescador cayó muerto ante ella, agujereado de lado a lado por el Rayo de Luz de su Voluntad. Saliendo torpemente del agua, agarró las dos semiesferas de roca que Liom había conseguido tallar antes de salir y ser devorado. Sólo los más fuertes pueden llegar hasta el final. Comprobó que encajaban las semiesferas, formando una esfera impenetrable a su alrededor, que sólo se abriría cuando quisiera proyectar su Rayo de Luz. Es un mundo difícil, sí. Es un mundo en el que lo único que se puede hacer es tener la voluntad de sobrevivir un día más. Por eso, Liom, que no había sido lo suficientemente rápido como para cerrar sus escudos unos momentos atrás, había pasado a disolverse en los ácidos estomacales para alimentar el pescador. Y, por eso, ahora el pescador yacía muerto, disolviéndose en el Rayo de Luz de Xialis para alimentarla a ella.


miércoles, 24 de octubre de 2018

Ámbar y Añil


Ámbar y añil.
Dos colores. Dos sabores. Dos vidas. Aire y arena, cazadores y pastores. Pasado y presente. Cuando uno fija la mirada en el horizonte, casi olvida cuál es cual. En el desierto infinito de Aeleriand, los colores se confunden.

Y cuando el desierto es infinito, lo que en él ocurre parece perder importancia. Cuando las tormentas de arena caen sobre los asentamientos durante días, todo lo demás parece desaparecer bajo la capa de arena, bajo la capa de la indiferencia. Pero la mirada de A’Raien, el dragón que había frente a mí hacía que el desierto no fuera más que un decorado. “Mi hermano”, pensé, apoyando la uña de la otra ala. Escarbé el suelo, agitada. “Mi familia”. No. No podía pensarlo así. No podía pensar que era de los míos. Porque a pesar de que fuera como yo, de nuestras escamas, de nuestras superficies plateadas para reflejar el calor y de nuestros ojos penetrantes… No podíamos estar en posiciones más distintas.
“¡Ríndete!” Le dije, y el eco de mis palabras se perdió en el desierto. “¡Acaba de una vez con toda esta locura!” Vi sus uñas hundirse en la tierra también, y supe que él también lo sentía. Sufría. No quería estar allí. Pero tenía que hacerlo. Por mucho que me doliera, por mucho que le doliera, aquella era la única forma de la que todo aquello podría acabar.
A nuestro alrededor, silenciosos, sin alma, los Siervos. Con sólo cuatro miembros y sin alas, sus escamas tenían un color desvaído, y sus ojos estaban apagados. Pero nos habían seguido, y, silenciosos, observaban nuestra discusión.

“Eso es lo que intento hacer, A’Rya”, replicó él, con un gruñido grave. Su piel ya se había agrietado, ya era un adulto maduro. Ya debería haber comprendido la verdad de este mundo. “Intenté acabar con la locura. Intenté despertaros… Y así hemos acabado”.
“Intentaste asesinar a la Gran Matriarca, ¡A la líder del Asentamiento!” Todavía podía recordarlo. Verlo allí, sobre la Gran Matriarca, con los colmillos empapados de sangre de los otros dragones de la Guardia… Había levantado la garra de una de sus alas, la mayor arma de los dragones, y lo único que había impedido que se llevase por delante a nuestra líder había sido mi rápida intervención. Los Siervos habían podido cerrar filas, A’Raien había huido… Pero yo no quería que desapareciera para siempre sin antes darle una oportunidad de ser juzgado.
“Hay veces que, para construir algo, debes destruir lo que había antes”. Replicó él, gravemente. “Hay veces que, si quieres algo nuevo, debes desterrar lo viejo en el desierto”.
“Sham’Nur… Los Elegidos…” ¿Todo eso debía de ser destruido? Nuestra fe, nuestro modo de vida… Mi hermano quería destruir todo aquello que habíamos construido. De pequeño, A’Raien me había dicho que quería un trofeo de guerra para ser respetado, una placa de la cabeza de un Quition, terribles felinos acorazados que cazan en manadas. Era joven, inexperto, y para cuando mi padre lo sacó de allí, el dragón adulto había perdido un ojo y había ganado una cicatriz en la cuenca izquierda. Pero yo no había podido hacerle cambiar de opinión. De joven, A’Raien se había peleado con uno de los miembros de la guardia por su plaza. El guardián era un dragón entrenado, con grandes alas y uñas musculosas, y lo había hecho morder el polvo. Desde aquel día A’Raien nunca había hablado bien de los guardias. Pero yo no había podido hacerle cambiar de idea.
Y ahora… Ahora sabía que tampoco podría hacer nada. Ahora miraba sus ojos oscuros, el fuego de siempre brillando en su mirada, y sabía que tampoco iba a ser capaz de hacerlo cambiar de idea. Había hecho cosas malas. Había matado varios dragones, había amenazado la vida de la Gran Matriarca. Y ahora debería enfrentarse a las consecuencias. "un Duelo..."
“Duelo a muerte será”, aceptó él, cuando hablé por fin, con mi decisión. Ojalá pudiera tener su determinación. Ojalá pudiera tener las cosas tan claras. Nuestra vida, nuestras costumbres… A’Raien quería quemarlo todo, enterrarlo en la arena. Yo sabía que estaba mal, pero… Pero, al ver a los Siervos a nuestro alrededor, no podía evitar dudar. Al ver la cicatriz en el Siervo tuerto que había tenido el alma de mi padre, no pude evitar pensar. ¿Y si…?

“Oh, gran Sham’Nur, señor de los elegidos”, recité el hechizo, eliminando las dudas de mi corazón. “Ten la bondad de escoger nuestras almas, juzga nuestro combate con justicia y decide quién deberá abandonar esta forma mortal y ser…”
“Esas malditas invocaciones de nuevo…” Gruñó A’Reian. Las uñas de sus alas se hundieron en la tierra, y no tuve más de un instante antes de tener al dragón saltando sobre mí, con las garras de sus alas listas para clavarse en mis escamas. Pero lo detuve, rechazándolo cruzando las alas, y cuando cayó el suelo y dio otro zarpazo, lo sujeté con una de mis garras, encajándole un golpe con la otra. Él era fuerte, pero yo sí había logrado entrar en la Guardia. Puede que no lograse convencerlo… Pero sí podía vencerlo. Al menos, le debía eso a mi pueblo. “¿Es eso lo que eres, A’Rya?”, dijo, retrocediendo mientras planeaba su propio ataque, rechinando las escamas. “¿Una simple Sierva que les ha vendido su alma a esos monstruos?” Se preparó para saltar de nuevo, pero yo fui más rápida, y con un gancho descendente con el ala lo derribé, saltando sobre él.
Forcejeamos, pero aunque trató de liberarse, atrapé sus alas contra el suelo con las mías, bloqueando sus armas principales. “¡Soy tu hermana!” Gruñí. No había podido convencerlo de que cambiase… Pero había intentado mantenerlo vivo. “¿Quién te crees que ha conseguido que sigas libre a día de hoy? ¿Quién crees que ha rogado a Sham’Nur y la Gran Matriarca para que no te elijan aún?” Todas aquellas veces, todos aquellos intentos… A’Reian siempre había sido un problema para el Asentamiento. Agitado y problemático, incluso antes de que nuestro Padre fuera elegido había atraído el desdén de algunos de los ancianos. La única razón por la que la Matriarca hacía la vista gorda era por mí. Su hermana, una de las mejores capitanas de la Guardia. Al menos, eso quería pensar. “¿Quién crees que te ha mantenido fuera del Templo de Nur?”
“¡La misma que se ha postrado ante esos brujos!” Replicó él, también a gritos. “¿¡No lo hueles, hermana!? ¡¿No hueles la peste que emana de sus cadáveres?! ¡Nos dominan en vida, y nos esclavizan tras la muerte! ¡Para ellos no somos más que trozos de carne secándose al sol!” Un mordisco siguió a su afirmación, un ataque rápido destinado a mi cuello, pero yo no era capitana por nada. Esquivé sus ataques una y otra vez, hasta que, cansada de sus bravatas, le hundí la cabeza en la arena de un puñetazo. “¡Basta, A’Reian! Sabes que los mordiscos son las armas de los salvajes… ¡Eres un dragón, maldita sea! ¡Compórtate como tal!” Lo golpeé una y otra vez. Escamas, suelo, tierra… Me daba igual. Me daba igual golpearlo, me daba igual dañarlo. Sólo quería que saliera. Sólo quería que acabase. ¿Por qué, por qué había tenido que ser así? Siempre llevando la contraria, siempre dando problemas… La Gran Matriarca reconocía mis méritos, reconocía mi fuerza… Pero cada vez que la miraba, su mirada me recordaba la espina en mi costado. Mi padre había sido un buen ciudadano, yo era una buena guardia… ¿Por qué A’Reian era distinto? ¿Por qué no podía ser útil a la sociedad? ¿Es que no podía comprender la verdad de este mundo? “¿¡Eso es lo que quieres ser, hermano!? ¿Un salvaje?”
“No”. Sus ojos brillaron cuando, de improviso, detuvo mis brazos con sus manos. “No fuimos salvajes. Fuimos cazadores”. Y entonces, antes de darme tiempo a procesarlo, aferró ambos brazos, y con una patada doble a mi abdomen, me sacó de allí, librándose por fin de mi presa. Golpeando el suelo con las alas, se puso en pie de un salto. “Tiempo atrás, los dragones estuvieron en el ápex, en la cima de la cadena alimenticia. Los reyes del desierto planearon por el desierto infinito de Aeleriand, convirtiendo éste en su territorio. Cazando lo que deseaban, destruyendo a sus enemigos con el poder del sol”.
Sus ojos, desde luego, parecían contener el poder del sol cuando hablaba, un fuego que mi espíritu nunca compartió. “Pero los dragones murieron, y tiempo después, una raza patética y triste se arrastra por las arenas de este erial infinito, ensuciando el nombre de los cazadores Apex. ¿Lo entiendes ahora, hermana? No somos granjeros. No somos Siervos a los que les han arrancado las alas”, hizo un gesto a nuestro alrededor, donde los Siervos reanimados que formaban mi escuadrón esperaban al resultado de nuestro combate. “Somos los reyes del desierto. ¿Lo comprendes? A’Reian. Apex Reian”.

Siempre tras él. Siempre tratando de enmendar sus errores. Tratando de salvarlo, de compensar sus acciones. “No”, respondí. “Lo único que eres, es un ciudadano inútil” Pendientes de los movimientos del otro, de sus poderosas uñas, nos movimos en círculo. “Porque, en el desierto, los cazadores solitarios mueren de hambre, mientras que la comunidad sobrevive”. Porque, en el desierto, necesitamos todos los recursos que podamos obtener. Y si Sham’Nur y sus nigromantes nos ofrecen la oportunidad de ayudar aún después de muertos, no nos preocupa rezarle un par de oraciones a cambio. “El alma de nuestro padre fue elegida hace mucho tiempo, A’Reian… Es hora de que comprendas que un cuerpo no es más que un cuerpo”.
Tal vez… Tal vez fuera esa la respuesta, pensé mientras lo veía. Tal vez había que mirar más allá del dolor, del amor fraternal que aún sentía. Tal vez lo que me evitaba ver la salida más lógica eran mis propias dudas acerca de Sham’Nur. Y, una vez sorteadas estas, podría ver más allá. Mi hermano nunca sería útil para el asentamiento… Pero tal vez, su cuerpo sí pudiera serlo. Tal vez como Siervo pudiera enmendar todos los problemas que dio como dragón. Tal vez Sham’Nur debiera elegirlo para resolver el problema. Y yo tendría que ayudarlo.

No, no era sencillo. Era mi hermano, y me dolía. Pero era necesario. Y, si podía ver al Siervo de mi padre allí, con su cicatriz, si podía ver su ofrenda última al Asentamiento y no sentir dolor… ¿Cómo podía negarle a Sham’Nur su elección? Salté, sobre una nube de polvo. Me lancé sobre mi hermano con el firme propósito de liberarnos. Liberarme a mí de mi culpa, liberarlo a él de su dolor. Su desesperación, su rebeldía. A'Reian abrió de golpe las alas, los colores vivos en sus membranas me aturdieron un instante, el que necesitaba él para esquivar mi ataque. Antaño usadas para volar, las alas habían perdido su función sin un timón que les diese dirección, y ahora sólo servían para comunicarnos a distancia en las grandes planicies. Para atacarnos, con las uñas. Para abrazar a nuestros seres queridos. Y ahora… Ahora nos atacamos. Luchamos. Hermano y hermana, revolucionario y guardia. Esquivé, esquivó, golpeé y golpeó. Yo era capitana de la guardia, pero él siempre había tenido aquella pasión en su interior. Siempre había tenido aquel fuego que le hacía seguir sin importar qué ocurriera. Siempre había tenido el poder del sol en su interior.
Con un movimiento en el suelo, arrojó arena a mis ojos, cegándome y aprovechando el momento para encadenar su ataque. Una retahíla de puñetazos, una lluvia de zarpazos tanto de sus garras como de sus alas me hizo caer al suelo. Amortigüé la caída con las alas. “Ellos dejaron morir a nuestro padre”, dijo, apoyándose sobre los pies y las alas, con cuatro buenos puntos de apoyo. “Profanaron su cadáver con su nigromancia. Y tú los has ayudado”

Mi hermano siempre había tenido el poder del sol en su interior.
Y yo nunca pensé que sería tan cegador. Una nube ígnea salió de su interior, abrasándolo todo a su paso, cerniéndose sobre mí, y en aquel momento, supe cuál era el verdadero rostro de Sham’Nur, supe cuál era el aspecto real de su ojo celeste que crea el día al observarnos. Una gran esfera de llamas. La muerte. Y de su interior, surgió la figura de un dragón. Apex Reian, enemigo del Asentamiento, lanzó su puñalada final. Pero no llegó a atravesarme. Porque otra figura, con sólo dos pares de miembros, se interpuso en su camino.
El fuego se disipó en un instante, y cuando el ojo lejano de Sham’Nur volvió a iluminarnos, los dos nos quedamos sin habla. Ahí estaba él. El Siervo había tomado su ataque, había detenido su uña letal. Una cicatriz en el ojo derecho, la huella de las garras de un Quition muchos años atrás. Vi a mi hermano observar con terror el cadáver de mi padre unos instantes, preguntándose qué había hecho. Preguntándose si no habría sido él el que había llevado a todo aquello. Preguntándose si realmente lo había matado en un principio. Yo sé que mi hermano siempre se culpó por sus actos. Siempre se sintió jugado por la mirada de Sham’Nur, por sus accidentes, por sus problemas. Y sé que nunca jamás fue capaz de admitirlo.

Porque, un instante después, su mirada dura había reemplazado una vez más a su verdadero yo, y arrojó el cadáver reanimado de mi padre a un lado con desprecio. “Magia oscura y muertos vivientes…” Gruñó, mirando al suelo. “He tenido suficiente con toda esta basura”. ¿Basura? Al ponerse entre nosotros, mi padre no sólo me había defendido a mí… También lo había defendido a él, impidiendo que se convirtiera en un asesino. Porque aquellos que rompen la ley de Sham’Nur y le envían a gente sin su elección, deben responder ante él personalmente. Y todo el asentamiento se une para juzgar a los asesinos.
Así que, después de todo este tiempo, después de su muerte, de la tracción de A’Reian, mi padre aún seguía ayudándonos, ¿Verdad? Tomé su cadáver entre mis brazos, levantándolo de la arena removida. Miré cómo no había sangre en su herida, cómo su único ojo permanecía vacío y distante. ¿Sería posible que el espíritu de mi padre aún, después de tanto tiempo, siguiera protegiéndonos?

“Fue necesario”, dijo una voz, a mis espaldas. Sin soltar a mi padre, me volví, y por segunda vez consecutiva, me quedé sin habla. La Gran Matriarca estaba allí. Arrugada, sin alas, con dos pares de brazos como le correspondía a la Matriarca, la Madre de todo el asentamiento, tenía una mano extendida hacia mí. “Debía salvar a una de mis mejores capitanas… Y era la única manera”. Cerró la mano, y noté un tirón entre mis brazos. Claro, pensé, al ver el Siervo del cuerpo de mi padre moverse de nuevo, levantándose a pesar del gran agujero en su pecho. Muerto, reanimado, obediente a la nigromante. Me volví hacia mi hermano, pero ya había desaparecido en dirección al desierto. “Déjalo ir, querida”, dijo la Gran Matriarca. “Su corazón alberga dudas que sólo una audiencia a solas con el desierto puede resolver”.
“Pero el duelo…” Me volví hacia ella, consciente de que mis pensamientos eran un torbellino de emociones ahora mismo. Sham’Nur, la Matriarca, el cadáver de mi padre, A ’Reian… La nigromante acarició el cuerpo de su sujeto casi con cariño. “¿Puede un duelo a muerte acabar sin muertos? ¿Permite eso Sham’Nur?”
“Querida hija”, dijo ella. “¿Crees que un escorpión de las arenas o un O’Shelen de los que llevamos a pastar comprender tu estado mental?” No, claro que no. Ni siquiera yo era capaz de comprenderlo en aquel momento. “Entonces, ¿Cómo esperas comprender tú los pensamientos de un dios?” Tomándome con otro de sus brazos, me atrajo a ella, apretándonos a los tres en un abrazo familiar. Hija, madre y padre, aunque él no fuera más que un cadáver. “Sham’Nur es cruel, pero también es hermoso”, dijo. “Nos da este lugar tan inhóspito, nos da una vida tan dura… Pero también nos da los medios para vivirla. También nos da una comunidad a la que pertenecer. Y tal vez le dé a tu hermano las respuestas que busca. Quiera Sham’Nur que lo veamos de nuevo”.
Añil y ámbar. Cielo y arena. Cazador y granjero. Hermoso y cruel. Sham’Nur. El desierto. Y, de alguna manera, los dragones.

martes, 23 de octubre de 2018

La Ciénaga


Historias. Historias en la oscuridad. En el negro lago, al fondo del abismo, las canciones se elevan contando historias, las historias de las ofoideas. Pero no todas las historias son hermosas, no todos los tonos son puros. No todas las aguas son como las del lago. Porque allí, lejos del asentamiento de las pescadoras, donde la pared amenazaba con unirse con el agua, estaba la ciénaga. Un pantano de agua estancada, de lodo y de seres que se ocultaban en la oscuridad y viscosidad de las profundidades. Un lugar donde los hongos crecían altos, donde los fuegos fatuos correteaban por la superficie buscando las nutritivas burbujas de metano. Un lugar tóxico, en el que ningún alma se acercaría por voluntad propia.

Excepto ellas.
- Por allí. – Las guiaba Villion, al frente de la balsa. Su tripulación – sus compañeras – remaron obedientemente, al ritmo de los golpes. Al ritmo del silencio.
Un silencio antinatural para una ofoidea, acostumbrada a estar envuelta por las voces de sus congéneres. Acostumbrada a oír, a repetir, a disfrutar de la música. Pero estaban en silencio. Un silencio antinatural. Un silencio de búsqueda. ¿Y qué estaban buscando? Buscaban una voz en la oscuridad.
- ¡La he oído! – Afirmó Villion otra vez, y el resto de las ofoideas se miraron entre sí, parloteando y murmurando. También la habían oído. La voz. El grito pidiendo ayuda.

Era algo que les desconcertaba. Llevaban tres ciclos surcando las aguas cenagosas de las afueras del lago Mantodia, desde que su capitana se había obsesionado con pescar un ejemplar especialmente grande. Todas sabían que merecería la pena, que saldrían en las historias, tendrían algo sobre lo que cantar… Pero ahora, el pescado yacía en la parte trasera de la balsa bien asegurado, y ellas estaban allí, adentrándose más en la ciénaga. Porque, cuando creyeron que podrían volver a casa victoriosas, oyeron la voz.
Una voz, en la oscuridad. Una voz, en la ciénaga. Y todo el mundo sabe que no hay ofoideas en la Ciénaga. Que no hay voces puras en aquella pestilencia. Lo único que hay bajo la viscosa superficie de las aguas, repleta de mohos, son gusanos mudos que no merecen ser considerados seres vivos. Pero allí estaban. Y ahora, Villion ya no era la única que la había oído. - ¡En marcha, Oliana! ¡Vamos, Vinar! ¡Ahora ya la hemos oído, es hora de que ella nos oiga a nosotras! - Y, dicho y hecho, Villion comenzó a cantar, y la tripulación la siguió. Todas sus voces se unieron en la canción, como si fuera un solo ser, como si fuera una sola conciencia. Aquella era la magia de las ofoideas, la magia de la música que constituía el idioma de sus almas. Y la voz de la ofoidea solitaria resonaba más allá, y aunque la luz de sus hongos luminosos no la iluminaban, sabía que estaba allí. Sus gritos de socorro resonaban en los corazones de la tripulación, y la tripulación le respondía al unísono.

Así fue como conocieron la historia de Mepótroe, que era el nombre de aquella ofoidea. También era pescadora, les dijo, pero no era pescadora de peces… Ella, junto con su tripulación, su equipo, era pescadora de ideas. – Es ella. – Dijo Oliana, en un momento que detuvieron la melodía. – La ingeniera de balsas. - Una ofoidea cuya misión era comprender lo incomprensible, avanzar lo imposible. Las ofoideas se habían elevado sobre el resto de criaturas de Mantodia gracias a su voz, pero no lo habían hecho solas. Una vez tuvieron la capacidad de comunicarse, supieron que necesitaban más. Supieron que necesitaban ser mejores si querían estar por encima de los peces mudos. Así que, elevándose sobre las aguas, comenzaron a usar los hongos, flotantes. Y construyeron balsas.
Pero, para construir, uno necesita saber lo que construye. Para saber, uno necesita aprender. Y Mepótroe era una de las ofoideas que se dedicaban a aprender. A conocer. A construir. Había compuesto sinfonías que detallaban las formas de construir las balsas, mapas de los nudos que debían atar sus extremos. En sus notas se escondían los secretos de la flotabilidad, y muchas otras cosas cuyo significado se había perdido en el tiempo. Y, efectivamente, las ofoideas lo habían conseguido. Habían construido balsas, y se habían elevado gracias a los hongos luminosos por encima del resto de seres. Pero no era suficiente. Nunca era suficiente. Por eso, Mepótrope les habló de cómo habían ido allí. Viendo los fuegos fatuos iluminar a tanta distancia, verse como faros en la lejanía, supo que podía utilizarlos. Supo que el fuego era la solución, que los hongos luminosos sólo duraban hasta cierto punto. Pero, con el fuego, serían aún mejores. Por eso, había ido allí, con su tripulación, al fin del mundo. A la ciénaga. Y, después de naufragar, ella había sido la única que no se había hundido. La única superviviente.

Las ofoideas de la balsa no cabían en sí de contento. Sus voces brillaban, maravilladas, mientras se acercaban a la pequeña islita en la que se encontraba su interlocutora. Una constructora de balsas, una ofoidea cuya voz vibraba con una cadencia única. Ninguna, ni siquiera Villion, la capitana, u Oliana, la veterana, habían llegado a conocerla en persona, pero todas sabían que era una leyenda. Y, al parecer, era una leyenda viviente. Cuando al fin se acercaron lo suficiente para iluminarla, no pudieron evitar que se les encogiera el corazón. La legendaria Mepótrope, la de las canciones complejas, era poco más que una sombra de una ofoidea. Pequeña, encogida, sin extremidades posteriores, con la túnica formada por las alas hecha jirones… El naufragio y el tiempo que había pasado en solitario en aquel pedazo de isla le habían pasado factura.
- ¡Vamos! – Animó a sus remeras la capitana, aumentando el ritmo. Cuanto antes estuviese a bordo, antes estaría a salvo.

- No, esperad. – La corrigió Oliana, con la mirada fija en la ofoidea de la isla. – Mepótrope lleva desaparecida desde que yo era una larva, sí… Y aquí está. Con las alas hechas jirones, pero viva, al fin y al cabo. Y tiene voz, sí, pero no tiene público para oírla. Observad. – Inquietas, las ofoideas murmuraron, chasqueando sus aparatos bucales, y se dieron cuenta. – Los alrededores de su hogar no son sino lodos, que se extienden por la ciénaga. No hay peces que surquen sus aguas. No hay alimento a su alcance. Pero está aquí.
- ¡Hermanas! – Las llamó la ofoidea de la isla. – Hermanas, no he sido sincera con vosotras. – La voz le tembló, y ésta vez, ya no cantaba. – Mi voz me ha traicionado por miedo. Por hambre. Por desesperación. Llevo en esta isla más tiempo del que puedo recordar. He muerto de hambre, he muerto de tristeza, he muerto de soledad, alimentando mi alma con los ecos de las canciones del lago. Sólo os pido vuestra ayuda, hermanas. Lo único que quiero es salir de aquí.
Confundida, y sin saber qué hacer con la ofoidea mentirosa, Villion se volvió hacia sus tripulantes… Y entonces fue cuando vio la garra viscosa que se había posado en uno de sus laterales.
- ¡Cuidado! – Gritó, pero ya era tarde. El ser que tenían debajo había presionado, desestabilizando la embarcación y arrojándolas a las aguas cenagosas… Y de allí, surgió una enorme boca, un agujero negro que se abalanzaba sobre ellas desde las profundidades. Tragándose a la mitad de las ofoideas, el inmenso bagre anfibio se encaramó a la balsa, mientras las demás gritaban, intentando, apresuradamente escapar de su destino. Pero el monstruo era demasiado grande, demasiado poderoso. Sus bigotes carnosos se enredaron en las extremidades articuladas de las ofoideas, y el Bagre no tardó en engullirlas. No tardó en aplastarlas con su gran boca, haciéndolas desaparecer en su interior.


Satisfecho por su comida, el monstruo se apartó de la balsa, sumergiéndose en la ciénaga para, a continuación, dirigirse hasta la isla con la embarcación sobre la cabeza.
- Así que Mepótroe, ¿Eh? – Dijo el Bagre, mirando con sus pequeños ojillos casi ciegos a la ofoidea solitaria que permanecía en el centro de la isla. - ¿Quién era? ¿Alguien que me he comido, querida? – Lanzó una carcajada, dejando a un lado la barca y arrastrándose por la isla. – Tenías razón al pedirme que no te comiera, Laín… ¡Tengo las tripas llenas de las tuyas, querida!
- No soy tu querida. – Replicó Laín, apartándose de su lado tanto como le permitía su situación. – No soy más que tu prisionera. Debería haber dejado que me devorases. Al menos, habría muerto como una ofoidea… En lugar de vivir como un gusano como tú.
- ¡Sí, nena, háblame sucio! – Se mofó el Bagre con otra carcajada, palmeando la orilla embarrada del islote. – No hay nada que te retenga aquí, querida… Puedes irte siempre que quieras. Sin patas, sin alas… Me gustaría ver cuánto llegas antes de convertirte en la cena de cualquiera de esos gusanos que mantengo a raya. Y, entonces, no tendré más remedio… ¡Tendré que salir al lago! ¡Tendré que darme un festín!
Aferrándose a la tierra del islote con las uñas, se arrastró hasta quedar a pocos centímetros de Laín, y su enorme boca pareció esbozar una gran sonrisa. – Además… No he sido yo quien atrajo la atención de nadie. ¡No fui yo quien les mintió a tus compañeras! Así que, querida, déjale los sentimentalismos a las canciones, ¡y disfruta de tu parte del trato!
Y, ante las carcajadas triunfantes del enorme Bagre, Laín la Mentirosa guardó silencio, y se apresuró a hacerse con el montón de provisiones de pescado que la tripulación de ofoideas había dejado tras ella.


domingo, 21 de octubre de 2018

Raíces


La terasterio ladeó su cabeza insectoide, pequeña, y cubierta por una capucha de hoja cosida. Entrecerró los ojos claros, y examinó lo que tenía ante sí: aquellas amalgamas negruzcas eran más altas que ella, e igual de anchas. Como bolas gigantes de pelo, carne y sangre. Movió las mandíbulas al notar el olor acre y extendió uno de sus largos brazos, diseñados para columpiarse por el árbol, presionando una de las masas. Con un crujido, el cuerpo del grandullón peludo se hundió ante su tacto, completamente carbonizado.

—Sí, están muertos —sentenció, suspirando y volviéndose a las criaturas de su alrededor. No les decía nada nuevo, pero tampoco les decía nada bueno: tanto los cadáveres como los vigilantes eran grisvar, y hasta hacía muy poquitos ciclos, enemigos mortales de los terasterios como ella. Una raza de seres mineros de gruesos brazos, podrían aplastarla sólo con proponérselo. El cabecilla del grupo avanzó ante ella, las correas que sujetaban a la espalda sus garras metálicas estaban más decoradas que las del resto.

—Déjese de cuentos, inspectora Zaira —gruñó el grisvar, arrugando el hocico—. Te hemos llamado para que nos ayudes a resolver este problema, no para que te burles de nosotros.

—Mis disculpas, capitán Stigr —replicó Zaira, altanera. Si los grisvar comprendiesen las expresiones de su rostro insectoide, su sonrisa los ofendería—. Pero quería comprobar lo importante que era este asunto para Kruengard.

—¡Excesivamente importante! —ladró el capitán, apretando los dientes—. ¡Y no sólo para los grisvar! Si ese monstruo logra hacerse con la suya, los terasterios acabaréis exactamente igual que nosotros. ¡Muertos!

Por lo general, los grisvar tendían a la grandilocuencia, pero el capitán Stigr tenía razón: si habían unido fuerzas no era sólo porque sus jefes quisieran una tregua modélica. Tenían que solucionar aquello, o lo perderían todo.

Fafnir. Un ser legendario, un dragón invencible procedente de las entrañas de la tierra. Algunos terasterios decían que los grisvar habían abierto una galería hasta su madriguera, pero Zaira ignoraba a los idiotas por defecto. Fafnir era una bestia mitológica de la que hablaban los grabados grisvar, innumerables generaciones atrás. Los relieves de Karash mostraban a una bestia inmensa, larga como una de las grandes avenidas de Kruengard y ancha como las ramas más grandes de Alda. Atravesaba los pasadizos de los grisvar arrasando todo lo que encontraba. Atacando a sus rebaños, alimentándose de sus cosechas de hongos, provocando corrimientos de tierra… Los cadáveres de grisvar que Zaira tenía ante sí eran testigos de la potencia de fuego de las fauces de la bestia, que tarde o temprano, acudiría a alimentarse a las raíces del Árbol. Y, cuando lo hiciera, sería el final para Alda. El final para todo el mundo.

Por eso habían instaurado una fuerza de trabajo conjunta: la inspectora Zaira y el capitán Stigr comandarían las fuerzas de terasterios y grisvar destinados a detener a Fafnir. Por desgracia, detenerlo era imposible: su cuerpo era tan duro que ni las garras metálicas de los grisvar, las Gratoi, ni los brazos de los terasterios, eran capaces de darle muerte. Lo único que se podía hacer para salvar la vida era huir al notar el seísmo que precedía a sus apariciones en las paredes de los corredores. Huir, y rezar porque se entretuviese devorando al ganado y no acudiese tras la carne de ningún grisvar.

Fafnir era el rey indiscutible de aquel lugar, y con su aliento ígneo, capaz de derretir las rocas, le aseguraba el puesto superior en la cadena alimenticia.

—Pero vamos a ignorar eso por un momento —explicó la inspectora Zaira, delante del escuadrón de fuerzas conjuntas—. Fafnir es invisible, imprevisible, e inevitable. Y esas son tres cosas con las que los terasterios no podemos trabajar. Tenemos que ver al enemigo, comprender al enemigo. Sólo entonces podremos analizarlo y encontrar su punto débil.

Como ella esperaba, aquello generó murmullos. Grisvar, terasterios, enemigos acérrimos, cada grupo cuchicheaba entre sí ignorando deliberadamente al otro. A ella le tocaba lograr que cooperasen.

—Y si queremos matarlo, tenemos que encontrar su punto débil.

—Pero nosotros no somos terasterios —gruñó uno de los grisvar—. Eso de atacar a traición no va con nosotros.

—Y por eso nos necesitáis para salir de esta —Zaira replicó antes de que lo hiciera otro de los suyos—. Para proteger a los vuestros.

Más murmullos, y más protestas. Los grisvar eran directos como piedras cayendo por una ladera, y los Terasterios entrecerraban los ojos y bisbiseaban mirando a sus vecinos por encima del hombro. No trabajarían juntos, no mientras no salieran a la luz los trapos sucios. Era un mal necesario, pensó mientras los veía separarse cada vez más.

—¡Basta! —el capitán Stigr levantó la voz, empuñando con ferocidad sus Gratoi—. Kruengard, Alda, ¿a quién carajo le importa? Si no luchamos juntos, moriremos separados. Y no se vosotros, ¡pero a mí no me importa trabajar con quien haga falta si con ello acabamos con la amenaza!

Golpeó sus Gratoi entre sí. Las palas metálicas de cada Grisvar eran personales e intransferibles, y representaban prácticamente la vida entera para ellos. Cuantos más grabados y más cicatrices, más respeto tenían de sus congéneres. Las de Stigr estaban llenas de ambos.

— Pero, capitán, ¡No necesitamos a estos terasterios estirados para luchar contra la bestia! — Dijo uno de los grisvar, provocando un coro de susurros cuando los Terasterios agitaron sus brazos llenos de afiladas espinas—.  Griff el Grande logró hacerle frente, según cuentan los relieves. Encabezó toda una tropa de guerreros, y…

—Y murieron tres cuartas partes de ellos —lo cortó Zaira—. He visto los grabados. Encuentro apasionante vuestro sistema de registro, usando las sombras para ver los detalles, pero las historias del pasado son eso, historias del pasado —miró a su alrededor, sabiendo que ahora los grisvar le prestaban atención—. Puede que Griff el Grande lograse ahuyentar a la bestia, pero lo hizo a cambio de las vidas de la mayor parte de sus hombres, incluyendo la suya —hizo una pausa—. Y yo no pienso hacer ninguna de esas cosas. No sacrificaré a mis hermanos, terasterios, grisvar, y no tengo intención de ahuyentar al dragón… —levantó uno de sus puños en un gesto aprendido del capitán Stigr—. ¡Pienso matarlo!

—¡Pero inspectora! —los grisvar se miraban entre sí, aún más inquietos que antes— ¡No se puede matar! ¡Es Fafnir, el dragón inmortal!

—¡Y la fruta está verde hasta que madura! —replicó Zaira—. ¡Se supone que sois grisvar, carajo! ¡Guerreros que no se asustan ante lo desconocido! Os jactáis de abrir túneles y de que nada puede deteneros… ¿Y vais a quedaros a medio camino porque alguien os dice que no se puede?

—¡Guerreros! —Stigr, a su lado, tomó la palabra—. ¡La inspectora Zaira duda de vuestro valor! Yo le he jurado que sois mis mejores grisvar, los más valientes de aquí a Ciudad Granito… ¡¿Vais a dejar de cavar sólo por encontrar una piedra más dura en el camino?!

Así eran los grisvar. Seres de sangre caliente, dispuesta a hervir ante aquellos desafíos. Zaira sabía cómo pensaban, y precisamente por eso sabía que necesitaba un grisvar para que los motivase. Para que les hiciera centrarse en su misión.

 

Una misión que les iba a costar esfuerzo. Lo primero, como bien había dicho Zaira en un principio, implicaba estudiar sus enemigos. Estudiar sus patrones de ataque, sus movimientos. No eran aleatorios. Fafnir no era un simple animal salvaje. Era un monstruo. Sus ataques iban dirigidos a las concentraciones de grisvar. Fiestas, celebraciones, mercados donde se procesaba la cosecha…

—La gente lo atrae como a un grisvar lo atrae el metal divino… —gruñía Stigr en la habitación de Alda, excavada en el tronco del árbol, que usaban como cuartel general: Fafnir no se adentraba en el árbol—. Ya van tres rituales de los Sánctor que ha interrumpido. Los sacerdotes pudieron salvarse, pero no sé qué pasará con nosotros si no podemos seguir excavando. Hace dos ciclos que no se oye un sonido en la cámara de reso… Hijo de puta —se volvió hacia Zaira, que había reproducido algunos grabados de Fafnir en una hoja—. ¡Es el sonido! ¡A través de las paredes no puede vernos, pero nos oye! ¡Por eso ataca la cámara de resonancia, por eso ataca los sitios donde hay gente!

Mientras el grisvar salía por la puerta del cuartel general para avisar al grupo, Zaira se quedó pensando. Se guiaba por el sonido. Usaba el sonido, las vibraciones en la tierra para escoger a sus víctimas. Eso significa que podían hablar con él. Podían atraerlo, podían utilizar aquello en su contra. Ahora ya tenían un punto de partida. Y, como todos los terasterios, lo único que necesitaban para alcanzar su objetivo, era una serie de apoyos. Y lo único que necesitaban para lograr su meta, era, seguir avanzando, como un grisvar.

 

Así que avanzaron. Avanzaron por los túneles, buscando a las víctimas. Buscando a los supervivientes. Buscando a dragón de sus recuerdos. Al real, no al Fafnir legendario, imbatible y letal.

—Si queremos acabar con él —decía Zaira—. Debemos convertirlo en algo con lo que podamos acabar. Debemos conocerlo, no al monstruo legendario… sino a nuestro enemigo

Y lo conocieron. Supieron que Fafnir, el monstruoso dragón ígneo, tenía un cuerpo largo y sinuoso como el brazo de un terasterio. Cubierto de escamas gruesas y muy duras, se desplazaba a gran velocidad por la tierra, y sólo se detenía cuando salía, dispuesto a segar la vida de más grisvar. Supieron que sus tres mandíbulas eran realmente indestructibles, y que sus únicas aperturas para respirar estaban en sus costados, tres orificios por cada lado. Supieron que se cubría de llamas y arrasaba con todo lo que tenía ante sí. Supieron que realmente era invencible.

—Es imposible —gruñía Stigr cuando se paraban a pensarlo—. No hay forma de mandar a ese demonio al Abismo. Tal vez podamos plantarle cara, como hizo Griff el Grande. Tal vez podamos ahuyentarlo y lamentar nuestras pérdidas.

—¡No! —replicó Zaira, agarrándolo por las correas que sujetaban las Gratoi a su espalda, acercándose a él—. ¡Eso nunca! ¡Eres un grisvar, Stigr! ¡No puedes echarte atrás! ¿No dijiste que los grisvar no se echan atrás por nada?

—¡Es un demonio! —el grisvar la zarandeó casi sin proponérselo; Zaira era del grosor de su antebrazo—. ¡No podemos detenerlo! ¡Es imparable, como un corrimiento de tierras! Y, cuando un Grisvar se enfrenta a un derrumbamiento, lo único que puede hacer es echarse atrás.

Los brazos de Zaira se resbalaron de su compañero. De su amigo. Los grisvar eran piedras que marcaban el camino. Duros guerreros que avanzaban sin importar qué, mineros que hacían de su vida excavar roca desnuda sin más ayuda que sus garras metálicas. Si ellos fallaban, si se echaban atrás, los terasterios perderían la esperanza.

—Debes sentirte decepcionada —dijo en voz baja el capitán grisvar—. Creer que podríamos trabajar juntos, que podríamos vencerlo. Pero nos equivocamos.

Zaira no pudo evitar sonreírse. Para compararse con roca sólida, los grisvar tiraban la toalla muy fácilmente. Un terasterio, en cambio, sabe que a veces hay que dar rodeos para llegar a su objetivo.

—No te preocupes, capitán… Creo que tengo una idea.

 

Una idea arriesgada. Una idea que podría no funcionar. Pero una idea que podría acabar de una vez y para siempre con la amenaza del dragón. Juntos, grisvar y terasterios. Juntas, la ciudad—geoda de Kruengard y la colonia arborícola de Alda.

—Y, para ello… —dijo, varios ciclos más tarde, ante el escuadrón. Su escuadrón de fuerzas conjuntas—. Para ello necesito que confiéis en mí —los miró, pasando la mirada por cada uno de ellos. Los terasterios, con sus máscaras militares, cada una con un diseño único. Los grisvar, con sus Gratoi, sus garras talladas—. Necesito que obedezcáis al instante todas y cada una de mis órdenes. Por muy absurdas que os resulten, por mucho que vayan en contra de vuestra naturaleza.

—Espera, ¿Qué quieres decir? —los terasterios, habituados a confiar sólo en sus brazos para columpiarse entre las ramas, se miraron entre sí.

—Todas las órdenes son todas las órdenes —replicó una grisvar, mirando al terasterio que había hablado y a Zaira de nuevo—. Si te pide que te tires al suelo, o que ruedes, tú lo haces sin pensar. Tienes un plan, ¿No?

—Así es —asintió la inspectora Zaira—. Y ese plan requiere de una cooperación precisa de los miembros de este escuadrón. Fafnir es un enemigo formidable, y vamos a necesitar todo nuestro ánimo para enviarlo al Abismo —haciendo una nueva pausa, suspiró, mirándolos a todos y preguntándose cuántos de ellos vivirían al final del enfrentamiento. Cuantos habrían entregado sus vidas por sus respectivos pueblos.

—Puede que me odiéis en el transcurso de la operación —continuó, por encima de los murmullos—. Y no os culparé. Pero os pido este voto de confianza. Os pido que me deis hasta el final de la batalla. Una vez lo hayamos logrado, una vez hayamos vencido al dragón, me someteré a las medidas que los grisvar, o los terasterios, crean oportunas. Pero es muy importante que me deis vuestra obediencia. Es importante que no digáis nada.

 

¿Qué puedes decir, cuando te encuentras al borde del Abismo? Zaira sabía lo que era. Sabía lo que se sentía, al encontrarse al borde de la oscuridad, colgando de una ramita que puede quebrarse con un soplo de viento. Crees que llegarás al siguiente tramo, crees que llegarás a la pared, pero sabes que, no todos lo harán. Sabes que la rama se quebrará, y que tú, quizás todos, seréis engullidos por el Abismo. Allí, en la última charla, antes del combate, se permitió alzar la vista y permitir que la luz de Arriba, procedente del cielo, se reflejara en su propia máscara metálica. Suspiró, sintiendo la última bocanada de tranquilidad. Y se volvió hacia los soldados. Acróbatas y mineros. Terasterios y grisvar. Su escuadrón. Sus brazos, para derrotar a Fafnir. Y, con la decisión pintada en sus ojos azules, comenzó a detallar su plan infalible.

—Bien, lo primero que necesitamos es el lugar perfecto. Y también necesitamos el cebo perfecto —miró a Stigr, que tragó saliva.

—¿Cuántos? —dijo, simplemente.

— Un rebaño entero —replicó ella—. Los más ruidosos que encuentres.

 

 

Y, poco a poco, preparativo tras preparativo, llegó el gran día. El día del enfrentamiento. Todos los miembros del escuadrón se situaron en la cámara que Zaira había elegido, una cámara baja, iluminada con hongos luminiscentes, pero también con ventanas, que le permitían ver el gran Árbol desplegarse sobre ellos, iluminado por la Luz de Arriba. El gran ventanal les habría dado una vista impresionante si hubieran estado allí por turismo.

Por suerte, o por desgracia, no tuvieron que esperar mucho. Al principio fue imperceptible, un suave movimiento que sólo los animales captaron. Se removieron, nerviosos, balando, pero los terasterios que los rodeaban restallaron sus brazos. Y el temblor aumentó de intensidad. El suelo se resquebrajó, y los guerreros se miraron, asustados. Pero no se movieron. Pero no hablaron. El único sonido que había eran los gritos y los aullidos de las criaturas, que trataban de deshacer las ataduras.

No tuvieron tiempo, porque, repentinamente, el suelo se rompió, y un inmenso titán, tan grueso como una rama del Árbol y con el cuerpo recubierto de escamas, arrasó con el rebaño y desató el caos. O lo intentó. Porque Zaira, de espaldas al ventanal, se permitió un instante para admirar su inmensidad, su fuerza, su forma de arrasar con todo. Sus tres mandíbulas con forma de pico se abrían y cerraban, excavando, y a ambos lados de la cabeza se hallaban los orificios respiratorios, como habían dicho los testigos. Una bestia invencible, un ser legendario. Y ella se disponía a vencerlo.

—¡Ahora! —gritó, tomando el mando—. ¡Etta, Épsilon y Omega! ¡A tocar!

Y como todos los grisvar de la sala, que rodeaban a Fafnir, golpearon la piedra al unísono. Los que había a su izquierda, a su derecha, ante ella. Un enorme concierto de percusión inundó la sala. Fafnir se guiaba por el sonido, lo usaba para localizar sus presas… Y ellos se encargarían de que no pudiera localizar a nadie. El dragón agusanado chilló, retrocediendo hacia su agujero.

—¡Sigma, detenedlo!

Y allí fueron los otros Grisvar, los más fuertes y resistentes, directos al agujero del que salía el cuerpo del ciclópeo dragón gusano. Clavando las garras entre sus durísimas escamas, se aseguraron de ponerle un tope, se aseguraron de encerrarlo allí con ellos.

Aturdido, Fafnir se detuvo un instante, pero si alguno pensaba que con eso bastaría se equivocaba: El dragón se retorció y trató de abalanzarse sobre los grisvar que tanto ruido hacían. Pero por suerte, Zaira ya lo había pensado. Ya estaba preparada. Y lista para la eventualidad.

—¡Alfa, Beta! —gritó, y del techo de la caverna cayeron dos equipos de terasterios, que se arrojaron por sorpresa contra el dragón, con los afilados espolones de sus manos preparados para hacerle sentir su poder. Agarrándose a sus escamas rugosas, los terasterios se columpiaron alrededor de Fafnir, atacando sus espiráculos. Acosándolo y obligándolo a retorcerse. Moviéndose con la velocidad propia de los terasterios para evitar que la bestia los atrapase con sus inmensas mandíbulas, mientras los grisvar atacaban su base desde el suelo.

 

Lo estaban consiguiendo, pensó Zaira, que seguía en su posición ante la ventana. El trabajo en equipo era la clave. Rodeado por sonidos estruendosos que le impedían ver sus alrededores, acosado por los aguijones de los terasterios y las garras de los Grisvar. Estaban logrando hacerle daño. Y, sin embargo… Sin embargo, sabía que nada era suficiente. Nada de lo que pudieran hacer, ya fuera solos o en equipo, sería suficiente para acabar con él.

Porque Fafnir se había cansado de los grisvar. Fafnir se había cansado de los terasterios. Se retorció, lanzando un bramido estremecedor, y por todos y cada uno de los espiráculos exhaló sendas nubes de energía ígnea, que cubriéndose de fuego y haciendo estallar a los guerreros en llamas. Y allí, con los brazos tensos y pegados al suelo, Zaira tuvo que ver a sus camaradas, sus guerreros, sus hermanos, morir abrasados. Se obligó a ver sus cuerpos pasto de las llamas, a oír sus chillidos agónicos. Porque sabía que eso era culpa suya. Sabía que era ella la que había apostado, y la que los había mandado a la muerte. Porque aquello era una guerra, y en una guerra había que hacer sacrificios.

—¡Ahora! —gritó, sin embargo, entre el estruendo de la percusión de los grisvar, que seguían rodeando al dragón—. ¡Sin piedad con él! ¡Muerte a Fafnir! —envueltos por una furia suicida, obligados por la obediencia ciega que ella les había exigido, los guerreros que quedaban, fueran grisvar o terasterios, se lanzaron a por Fafnir. Enfadando a la bestia. Enfureciéndola. Colocándola en el lugar mental que quería Zaira. Aturdido por la furia y el estruendo, el titánico dragón se acercó de nuevo a la tierra, abriendo y cerrando sus mandíbulas. Calculando su próximo movimiento.

—¡Ahora! —gritó Zaira—. ¡Etta, Épsilon! ¡Fuera!

Y dicho y hecho, los grupos de percusión Etta y Épsilon dejaron de tocar, siendo elevados por los aires por los terasterios que quedaban de reserva en el techo y desapareciendo del panorama mental de la criatura. Ahora sólo quedaba la posición de Zaira, ante la cual el grupo Omega seguía redoblando. Centrando la atención de la bestia ígnea. Centrando su furia. Interfiriendo con su sónar.

—A mi señal —snunció Zaira, sabiendo que se acercaba el momento.

Porque sabía que Fafnir no era idiota. No era un simple animal que cazara para comer. Era una bestia sedienta de sangre, un demonio de odio y fuego. Sabía que no era casualidad que Griff el Grande, capitán y héroe póstumo de los grisvar, hubiera muerto en su último ataque. Se enfrentaba a una bestia inteligente que sabía reconocer y cazar a los líderes, descabezando a los ejércitos. Por eso ella había sido la única que había dado órdenes. Por eso ahora sólo quedaba el grupo que había junto a ella redoblando en el suelo. Y cuando la criatura volvió a despedir vapor a presión por los espiráculos y arrancó de nuevo en su dirección, cegada por el odio y por el aturdimiento, Zaira les dio la señal a los grisvar que quedaban junto a ella.

Y los Grisvar hicieron lo que les había ordenado, aunque fuera contrario a su propia naturaleza: Se apartaron, sin hacerle frente a su enemigo. Zaira, por su parte, también hizo lo contrario a lo que habría hecho cualquier terasterio. Vio venir al dragón, acelerando. Lo vio acercarse, y sintió el deseo de esquivarlo, de serpentear a un lado como siempre hacía. Pero no lo hizo. Lo esperó allí, quieta, con los brazos abiertos.

 

Y cuando el titánico gusano dragón imbuido en llamas la arrolló, como una locomotora de vapor habría arrollado a un ser humano, Zaira lo envolvió con sus brazos, agarrándolo para impedir que abriese las mandíbulas de nuevo. Y juntos, atravesaron la pared a su espalda. Atravesaron el ventanal, y tras ellos estaba el vacío, el mismo vacío que los estruendos de percusión de los grisvar habían ocultado ante Fafnir. Y así, el dragón invencible se arrojó al Abismo, incapaz, gracias a Zaira, de abrir de nuevo la boca para entrar por la pared. Y mientras caían a la oscuridad del vacío, Zaira pudo ver por última vez su patria, aquel Árbol que se erigía en la vertiente horizontal de La Grieta, y, de alguna manera, se sintió orgullosa. Caía, al igual que Fafnir. Pero, a diferencia de él, Zaira había ganado.