La terasterio
ladeó su cabeza insectoide, pequeña, y cubierta por una capucha de hoja cosida.
Entrecerró los ojos claros, y examinó lo que tenía ante sí: aquellas amalgamas
negruzcas eran más altas que ella, e igual de anchas. Como bolas gigantes de
pelo, carne y sangre. Movió las mandíbulas al notar el olor acre y extendió uno
de sus largos brazos, diseñados para columpiarse por el árbol, presionando una
de las masas. Con un crujido, el cuerpo del grandullón peludo se hundió ante su
tacto, completamente carbonizado.
—Sí, están muertos
—sentenció, suspirando y volviéndose a las criaturas de su alrededor. No les
decía nada nuevo, pero tampoco les decía nada bueno: tanto los cadáveres como
los vigilantes eran grisvar, y hasta hacía muy poquitos ciclos, enemigos
mortales de los terasterios como ella. Una raza de seres mineros de gruesos
brazos, podrían aplastarla sólo con proponérselo. El cabecilla del grupo avanzó
ante ella, las correas que sujetaban a la espalda sus garras metálicas estaban
más decoradas que las del resto.
—Déjese de
cuentos, inspectora Zaira —gruñó el grisvar, arrugando el hocico—. Te hemos
llamado para que nos ayudes a resolver este problema, no para que te burles de
nosotros.
—Mis disculpas,
capitán Stigr —replicó Zaira, altanera. Si los grisvar comprendiesen las
expresiones de su rostro insectoide, su sonrisa los ofendería—. Pero quería
comprobar lo importante que era este asunto para Kruengard.
—¡Excesivamente
importante! —ladró el capitán, apretando los dientes—. ¡Y no sólo para los
grisvar! Si ese monstruo logra hacerse con la suya, los terasterios acabaréis exactamente
igual que nosotros. ¡Muertos!
Por lo general,
los grisvar tendían a la grandilocuencia, pero el capitán Stigr tenía razón: si
habían unido fuerzas no era sólo porque sus jefes quisieran una tregua modélica.
Tenían que solucionar aquello, o lo perderían todo.
Fafnir. Un ser
legendario, un dragón invencible procedente de las entrañas de la tierra.
Algunos terasterios decían que los grisvar habían abierto una galería hasta su
madriguera, pero Zaira ignoraba a los idiotas por defecto. Fafnir era una
bestia mitológica de la que hablaban los grabados grisvar, innumerables
generaciones atrás. Los relieves de Karash mostraban a una bestia inmensa, larga
como una de las grandes avenidas de Kruengard y ancha como las ramas más
grandes de Alda. Atravesaba los pasadizos de los grisvar arrasando todo lo que
encontraba. Atacando a sus rebaños, alimentándose de sus cosechas de hongos, provocando
corrimientos de tierra… Los cadáveres de grisvar que Zaira tenía ante sí eran
testigos de la potencia de fuego de las fauces de la bestia, que tarde o
temprano, acudiría a alimentarse a las raíces del Árbol. Y, cuando lo hiciera,
sería el final para Alda. El final para todo el mundo.
Por eso habían
instaurado una fuerza de trabajo conjunta: la inspectora Zaira y el capitán
Stigr comandarían las fuerzas de terasterios y grisvar destinados a detener a
Fafnir. Por desgracia, detenerlo era imposible: su cuerpo era tan duro que ni
las garras metálicas de los grisvar, las Gratoi, ni los brazos de los
terasterios, eran capaces de darle muerte. Lo único que se podía hacer para
salvar la vida era huir al notar el seísmo que precedía a sus apariciones en
las paredes de los corredores. Huir, y rezar porque se entretuviese devorando
al ganado y no acudiese tras la carne de ningún grisvar.
Fafnir era el rey
indiscutible de aquel lugar, y con su aliento ígneo, capaz de derretir las rocas,
le aseguraba el puesto superior en la cadena alimenticia.
—Pero vamos a
ignorar eso por un momento —explicó la inspectora Zaira, delante del escuadrón
de fuerzas conjuntas—. Fafnir es invisible, imprevisible, e inevitable. Y esas
son tres cosas con las que los terasterios no podemos trabajar. Tenemos que ver
al enemigo, comprender al enemigo. Sólo entonces podremos analizarlo y
encontrar su punto débil.
Como ella esperaba,
aquello generó murmullos. Grisvar, terasterios, enemigos acérrimos, cada grupo
cuchicheaba entre sí ignorando deliberadamente al otro. A ella le tocaba lograr
que cooperasen.
—Y si queremos
matarlo, tenemos que encontrar su punto débil.
—Pero nosotros no
somos terasterios —gruñó uno de los grisvar—. Eso de atacar a traición no va
con nosotros.
—Y por eso nos
necesitáis para salir de esta —Zaira replicó antes de que lo hiciera otro de
los suyos—. Para proteger a los vuestros.
Más murmullos, y
más protestas. Los grisvar eran directos como piedras cayendo por una ladera, y
los Terasterios entrecerraban los ojos y bisbiseaban mirando a sus vecinos por
encima del hombro. No trabajarían juntos, no mientras no salieran a la luz los
trapos sucios. Era un mal necesario, pensó mientras los veía separarse cada vez
más.
—¡Basta! —el
capitán Stigr levantó la voz, empuñando con ferocidad sus Gratoi—. Kruengard,
Alda, ¿a quién carajo le importa? Si no luchamos juntos, moriremos separados. Y
no se vosotros, ¡pero a mí no me importa trabajar con quien haga falta si con
ello acabamos con la amenaza!
Golpeó sus Gratoi entre
sí. Las palas metálicas de cada Grisvar eran personales e intransferibles, y
representaban prácticamente la vida entera para ellos. Cuantos más grabados y
más cicatrices, más respeto tenían de sus congéneres. Las de Stigr estaban
llenas de ambos.
— Pero, capitán, ¡No
necesitamos a estos terasterios estirados para luchar contra la bestia! — Dijo
uno de los grisvar, provocando un coro de susurros cuando los Terasterios
agitaron sus brazos llenos de afiladas espinas—. Griff el Grande logró hacerle frente, según
cuentan los relieves. Encabezó toda una tropa de guerreros, y…
—Y murieron tres
cuartas partes de ellos —lo cortó Zaira—. He visto los grabados. Encuentro
apasionante vuestro sistema de registro, usando las sombras para ver los
detalles, pero las historias del pasado son eso, historias del pasado —miró a
su alrededor, sabiendo que ahora los grisvar le prestaban atención—. Puede que Griff
el Grande lograse ahuyentar a la bestia, pero lo hizo a cambio de las vidas de
la mayor parte de sus hombres, incluyendo la suya —hizo una pausa—. Y yo no
pienso hacer ninguna de esas cosas. No sacrificaré a mis hermanos, terasterios,
grisvar, y no tengo intención de ahuyentar al dragón… —levantó uno de sus puños
en un gesto aprendido del capitán Stigr—. ¡Pienso matarlo!
—¡Pero inspectora!
—los grisvar se miraban entre sí, aún más inquietos que antes— ¡No se puede
matar! ¡Es Fafnir, el dragón inmortal!
—¡Y la fruta está
verde hasta que madura! —replicó Zaira—. ¡Se supone que sois grisvar, carajo!
¡Guerreros que no se asustan ante lo desconocido! Os jactáis de abrir túneles y
de que nada puede deteneros… ¿Y vais a quedaros a medio camino porque alguien
os dice que no se puede?
—¡Guerreros! —Stigr,
a su lado, tomó la palabra—. ¡La inspectora Zaira duda de vuestro valor! Yo le
he jurado que sois mis mejores grisvar, los más valientes de aquí a Ciudad
Granito… ¡¿Vais a dejar de cavar sólo por encontrar una piedra más dura en el
camino?!
Así eran los
grisvar. Seres de sangre caliente, dispuesta a hervir ante aquellos desafíos.
Zaira sabía cómo pensaban, y precisamente por eso sabía que necesitaba un
grisvar para que los motivase. Para que les hiciera centrarse en su misión.
Una misión que les
iba a costar esfuerzo. Lo primero, como bien había dicho Zaira en un principio,
implicaba estudiar sus enemigos. Estudiar sus patrones de ataque, sus
movimientos. No eran aleatorios. Fafnir no era un simple animal salvaje. Era un
monstruo. Sus ataques iban dirigidos a las concentraciones de grisvar. Fiestas,
celebraciones, mercados donde se procesaba la cosecha…
—La gente lo atrae
como a un grisvar lo atrae el metal divino… —gruñía Stigr en la habitación de
Alda, excavada en el tronco del árbol, que usaban como cuartel general: Fafnir
no se adentraba en el árbol—. Ya van tres rituales de los Sánctor que ha
interrumpido. Los sacerdotes pudieron salvarse, pero no sé qué pasará con
nosotros si no podemos seguir excavando. Hace dos ciclos que no se oye un
sonido en la cámara de reso… Hijo de puta —se volvió hacia Zaira, que había
reproducido algunos grabados de Fafnir en una hoja—. ¡Es el sonido! ¡A través
de las paredes no puede vernos, pero nos oye! ¡Por eso ataca la cámara de
resonancia, por eso ataca los sitios donde hay gente!
Mientras el
grisvar salía por la puerta del cuartel general para avisar al grupo, Zaira se
quedó pensando. Se guiaba por el sonido. Usaba el sonido, las vibraciones en la
tierra para escoger a sus víctimas. Eso significa que podían hablar con él.
Podían atraerlo, podían utilizar aquello en su contra. Ahora ya tenían un punto
de partida. Y, como todos los terasterios, lo único que necesitaban para
alcanzar su objetivo, era una serie de apoyos. Y lo único que necesitaban para
lograr su meta, era, seguir avanzando, como un grisvar.
Así que avanzaron.
Avanzaron por los túneles, buscando a las víctimas. Buscando a los supervivientes.
Buscando a dragón de sus recuerdos. Al real, no al Fafnir legendario, imbatible
y letal.
—Si queremos
acabar con él —decía Zaira—. Debemos convertirlo en algo con lo que podamos
acabar. Debemos conocerlo, no al monstruo legendario… sino a nuestro enemigo
Y lo conocieron.
Supieron que Fafnir, el monstruoso dragón ígneo, tenía un cuerpo largo y
sinuoso como el brazo de un terasterio. Cubierto de escamas gruesas y muy
duras, se desplazaba a gran velocidad por la tierra, y sólo se detenía cuando
salía, dispuesto a segar la vida de más grisvar. Supieron que sus tres
mandíbulas eran realmente indestructibles, y que sus únicas aperturas para
respirar estaban en sus costados, tres orificios por cada lado. Supieron que se
cubría de llamas y arrasaba con todo lo que tenía ante sí. Supieron que
realmente era invencible.
—Es imposible —gruñía
Stigr cuando se paraban a pensarlo—. No hay forma de mandar a ese demonio al
Abismo. Tal vez podamos plantarle cara, como hizo Griff el Grande. Tal vez
podamos ahuyentarlo y lamentar nuestras pérdidas.
—¡No! —replicó
Zaira, agarrándolo por las correas que sujetaban las Gratoi a su espalda,
acercándose a él—. ¡Eso nunca! ¡Eres un grisvar, Stigr! ¡No puedes echarte
atrás! ¿No dijiste que los grisvar no se echan atrás por nada?
—¡Es un demonio! —el
grisvar la zarandeó casi sin proponérselo; Zaira era del grosor de su antebrazo—.
¡No podemos detenerlo! ¡Es imparable, como un corrimiento de tierras! Y, cuando
un Grisvar se enfrenta a un derrumbamiento, lo único que puede hacer es echarse
atrás.
Los brazos de
Zaira se resbalaron de su compañero. De su amigo. Los grisvar eran piedras que
marcaban el camino. Duros guerreros que avanzaban sin importar qué, mineros que
hacían de su vida excavar roca desnuda sin más ayuda que sus garras metálicas.
Si ellos fallaban, si se echaban atrás, los terasterios perderían la esperanza.
—Debes sentirte
decepcionada —dijo en voz baja el capitán grisvar—. Creer que podríamos
trabajar juntos, que podríamos vencerlo. Pero nos equivocamos.
Zaira no pudo
evitar sonreírse. Para compararse con roca sólida, los grisvar tiraban la
toalla muy fácilmente. Un terasterio, en cambio, sabe que a veces hay que dar
rodeos para llegar a su objetivo.
—No te preocupes,
capitán… Creo que tengo una idea.
Una idea
arriesgada. Una idea que podría no funcionar. Pero una idea que podría acabar
de una vez y para siempre con la amenaza del dragón. Juntos, grisvar y terasterios.
Juntas, la ciudad—geoda de Kruengard y la colonia arborícola de Alda.
—Y, para ello… —dijo,
varios ciclos más tarde, ante el escuadrón. Su escuadrón de fuerzas conjuntas—.
Para ello necesito que confiéis en mí —los miró, pasando la mirada por cada uno
de ellos. Los terasterios, con sus máscaras militares, cada una con un diseño
único. Los grisvar, con sus Gratoi, sus garras talladas—. Necesito que
obedezcáis al instante todas y cada una de mis órdenes. Por muy absurdas que os
resulten, por mucho que vayan en contra de vuestra naturaleza.
—Espera, ¿Qué
quieres decir? —los terasterios, habituados a confiar sólo en sus brazos para
columpiarse entre las ramas, se miraron entre sí.
—Todas las órdenes
son todas las órdenes —replicó una grisvar, mirando al terasterio que había
hablado y a Zaira de nuevo—. Si te pide que te tires al suelo, o que ruedes, tú
lo haces sin pensar. Tienes un plan, ¿No?
—Así es —asintió
la inspectora Zaira—. Y ese plan requiere de una cooperación precisa de los
miembros de este escuadrón. Fafnir es un enemigo formidable, y vamos a
necesitar todo nuestro ánimo para enviarlo al Abismo —haciendo una nueva pausa,
suspiró, mirándolos a todos y preguntándose cuántos de ellos vivirían al final
del enfrentamiento. Cuantos habrían entregado sus vidas por sus respectivos
pueblos.
—Puede que me
odiéis en el transcurso de la operación —continuó, por encima de los murmullos—.
Y no os culparé. Pero os pido este voto de confianza. Os pido que me deis hasta
el final de la batalla. Una vez lo hayamos logrado, una vez hayamos vencido al
dragón, me someteré a las medidas que los grisvar, o los terasterios, crean
oportunas. Pero es muy importante que me deis vuestra obediencia. Es importante
que no digáis nada.
¿Qué puedes decir,
cuando te encuentras al borde del Abismo? Zaira sabía lo que era. Sabía lo que
se sentía, al encontrarse al borde de la oscuridad, colgando de una ramita que
puede quebrarse con un soplo de viento. Crees que llegarás al siguiente tramo,
crees que llegarás a la pared, pero sabes que, no todos lo harán. Sabes que la
rama se quebrará, y que tú, quizás todos, seréis engullidos por el Abismo.
Allí, en la última charla, antes del combate, se permitió alzar la vista y
permitir que la luz de Arriba, procedente del cielo, se reflejara en su propia
máscara metálica. Suspiró, sintiendo la última bocanada de tranquilidad. Y se
volvió hacia los soldados. Acróbatas y mineros. Terasterios y grisvar. Su
escuadrón. Sus brazos, para derrotar a Fafnir. Y, con la decisión pintada en
sus ojos azules, comenzó a detallar su plan infalible.
—Bien, lo primero
que necesitamos es el lugar perfecto. Y también necesitamos el cebo perfecto —miró
a Stigr, que tragó saliva.
—¿Cuántos? —dijo,
simplemente.
— Un rebaño entero
—replicó ella—. Los más ruidosos que encuentres.
Y, poco a poco,
preparativo tras preparativo, llegó el gran día. El día del enfrentamiento.
Todos los miembros del escuadrón se situaron en la cámara que Zaira había
elegido, una cámara baja, iluminada con hongos luminiscentes, pero también con
ventanas, que le permitían ver el gran Árbol desplegarse sobre ellos, iluminado
por la Luz de Arriba. El gran ventanal les habría dado una vista impresionante
si hubieran estado allí por turismo.
Por suerte, o por
desgracia, no tuvieron que esperar mucho. Al principio fue imperceptible, un
suave movimiento que sólo los animales captaron. Se removieron, nerviosos,
balando, pero los terasterios que los rodeaban restallaron sus brazos. Y el temblor
aumentó de intensidad. El suelo se resquebrajó, y los guerreros se miraron,
asustados. Pero no se movieron. Pero no hablaron. El único sonido que había
eran los gritos y los aullidos de las criaturas, que trataban de deshacer las
ataduras.
No tuvieron
tiempo, porque, repentinamente, el suelo se rompió, y un inmenso titán, tan
grueso como una rama del Árbol y con el cuerpo recubierto de escamas, arrasó
con el rebaño y desató el caos. O lo intentó. Porque Zaira, de espaldas al
ventanal, se permitió un instante para admirar su inmensidad, su fuerza, su
forma de arrasar con todo. Sus tres mandíbulas con forma de pico se abrían y
cerraban, excavando, y a ambos lados de la cabeza se hallaban los orificios
respiratorios, como habían dicho los testigos. Una bestia invencible, un ser
legendario. Y ella se disponía a vencerlo.
—¡Ahora! —gritó,
tomando el mando—. ¡Etta, Épsilon y Omega! ¡A tocar!
Y como todos los
grisvar de la sala, que rodeaban a Fafnir, golpearon la piedra al unísono. Los
que había a su izquierda, a su derecha, ante ella. Un enorme concierto de
percusión inundó la sala. Fafnir se guiaba por el sonido, lo usaba para
localizar sus presas… Y ellos se encargarían de que no pudiera localizar a
nadie. El dragón agusanado chilló, retrocediendo hacia su agujero.
—¡Sigma,
detenedlo!
Y allí fueron los
otros Grisvar, los más fuertes y resistentes, directos al agujero del que salía
el cuerpo del ciclópeo dragón gusano. Clavando las garras entre sus durísimas
escamas, se aseguraron de ponerle un tope, se aseguraron de encerrarlo allí con
ellos.
Aturdido, Fafnir
se detuvo un instante, pero si alguno pensaba que con eso bastaría se equivocaba:
El dragón se retorció y trató de abalanzarse sobre los grisvar que tanto ruido
hacían. Pero por suerte, Zaira ya lo había pensado. Ya estaba preparada. Y
lista para la eventualidad.
—¡Alfa, Beta! —gritó,
y del techo de la caverna cayeron dos equipos de terasterios, que se arrojaron
por sorpresa contra el dragón, con los afilados espolones de sus manos
preparados para hacerle sentir su poder. Agarrándose a sus escamas rugosas, los
terasterios se columpiaron alrededor de Fafnir, atacando sus espiráculos.
Acosándolo y obligándolo a retorcerse. Moviéndose con la velocidad propia de
los terasterios para evitar que la bestia los atrapase con sus inmensas
mandíbulas, mientras los grisvar atacaban su base desde el suelo.
Lo estaban
consiguiendo, pensó Zaira, que seguía en su posición ante la ventana. El
trabajo en equipo era la clave. Rodeado por sonidos estruendosos que le
impedían ver sus alrededores, acosado por los aguijones de los terasterios y
las garras de los Grisvar. Estaban logrando hacerle daño. Y, sin embargo… Sin
embargo, sabía que nada era suficiente. Nada de lo que pudieran hacer, ya fuera
solos o en equipo, sería suficiente para acabar con él.
Porque Fafnir se
había cansado de los grisvar. Fafnir se había cansado de los terasterios. Se
retorció, lanzando un bramido estremecedor, y por todos y cada uno de los
espiráculos exhaló sendas nubes de energía ígnea, que cubriéndose de fuego y
haciendo estallar a los guerreros en llamas. Y allí, con los brazos tensos y
pegados al suelo, Zaira tuvo que ver a sus camaradas, sus guerreros, sus
hermanos, morir abrasados. Se obligó a ver sus cuerpos pasto de las llamas, a
oír sus chillidos agónicos. Porque sabía que eso era culpa suya. Sabía que era
ella la que había apostado, y la que los había mandado a la muerte. Porque
aquello era una guerra, y en una guerra había que hacer sacrificios.
—¡Ahora! —gritó,
sin embargo, entre el estruendo de la percusión de los grisvar, que seguían
rodeando al dragón—. ¡Sin piedad con él! ¡Muerte a Fafnir! —envueltos por una
furia suicida, obligados por la obediencia ciega que ella les había exigido,
los guerreros que quedaban, fueran grisvar o terasterios, se lanzaron a por
Fafnir. Enfadando a la bestia. Enfureciéndola. Colocándola en el lugar mental
que quería Zaira. Aturdido por la furia y el estruendo, el titánico dragón se
acercó de nuevo a la tierra, abriendo y cerrando sus mandíbulas. Calculando su
próximo movimiento.
—¡Ahora! —gritó
Zaira—. ¡Etta, Épsilon! ¡Fuera!
Y dicho y hecho,
los grupos de percusión Etta y Épsilon dejaron de tocar, siendo elevados por
los aires por los terasterios que quedaban de reserva en el techo y
desapareciendo del panorama mental de la criatura. Ahora sólo quedaba la
posición de Zaira, ante la cual el grupo Omega seguía redoblando. Centrando la
atención de la bestia ígnea. Centrando su furia. Interfiriendo con su sónar.
—A mi señal —snunció
Zaira, sabiendo que se acercaba el momento.
Porque sabía que
Fafnir no era idiota. No era un simple animal que cazara para comer. Era una
bestia sedienta de sangre, un demonio de odio y fuego. Sabía que no era
casualidad que Griff el Grande, capitán y héroe póstumo de los grisvar, hubiera
muerto en su último ataque. Se enfrentaba a una bestia inteligente que sabía reconocer
y cazar a los líderes, descabezando a los ejércitos. Por eso ella había sido la
única que había dado órdenes. Por eso ahora sólo quedaba el grupo que había
junto a ella redoblando en el suelo. Y cuando la criatura volvió a despedir
vapor a presión por los espiráculos y arrancó de nuevo en su dirección, cegada
por el odio y por el aturdimiento, Zaira les dio la señal a los grisvar que
quedaban junto a ella.
Y los Grisvar
hicieron lo que les había ordenado, aunque fuera contrario a su propia naturaleza:
Se apartaron, sin hacerle frente a su enemigo. Zaira, por su parte, también
hizo lo contrario a lo que habría hecho cualquier terasterio. Vio venir al
dragón, acelerando. Lo vio acercarse, y sintió el deseo de esquivarlo, de
serpentear a un lado como siempre hacía. Pero no lo hizo. Lo esperó allí,
quieta, con los brazos abiertos.
Y cuando el
titánico gusano dragón imbuido en llamas la arrolló, como una locomotora de
vapor habría arrollado a un ser humano, Zaira lo envolvió con sus brazos,
agarrándolo para impedir que abriese las mandíbulas de nuevo. Y juntos,
atravesaron la pared a su espalda. Atravesaron el ventanal, y tras ellos estaba
el vacío, el mismo vacío que los estruendos de percusión de los grisvar habían
ocultado ante Fafnir. Y así, el dragón invencible se arrojó al Abismo, incapaz,
gracias a Zaira, de abrir de nuevo la boca para entrar por la pared. Y mientras
caían a la oscuridad del vacío, Zaira pudo ver por última vez su patria, aquel
Árbol que se erigía en la vertiente horizontal de La Grieta, y, de alguna
manera, se sintió orgullosa. Caía, al igual que Fafnir. Pero, a diferencia de
él, Zaira había ganado.