Ámbar y añil.
Dos colores. Dos sabores. Dos vidas. Aire y arena, cazadores y pastores. Pasado y presente. Cuando uno fija la mirada en el horizonte, casi olvida cuál es cual. En el desierto infinito de Aeleriand, los colores se confunden.
Dos colores. Dos sabores. Dos vidas. Aire y arena, cazadores y pastores. Pasado y presente. Cuando uno fija la mirada en el horizonte, casi olvida cuál es cual. En el desierto infinito de Aeleriand, los colores se confunden.
Y cuando el desierto es infinito, lo que en él ocurre parece
perder importancia. Cuando las tormentas de arena caen sobre los asentamientos
durante días, todo lo demás parece desaparecer bajo la capa de arena, bajo la
capa de la indiferencia. Pero la mirada de A’Raien, el dragón que había frente
a mí hacía que el desierto no fuera más que un decorado. “Mi hermano”, pensé,
apoyando la uña de la otra ala. Escarbé el suelo, agitada. “Mi familia”. No. No
podía pensarlo así. No podía pensar que era de los míos. Porque a pesar de que
fuera como yo, de nuestras escamas, de nuestras superficies plateadas para
reflejar el calor y de nuestros ojos penetrantes… No podíamos estar en
posiciones más distintas.
“¡Ríndete!” Le dije, y el eco de mis palabras se perdió en
el desierto. “¡Acaba de una vez con toda esta locura!” Vi sus uñas hundirse en
la tierra también, y supe que él también lo sentía. Sufría. No quería estar
allí. Pero tenía que hacerlo. Por mucho que me doliera, por mucho que le
doliera, aquella era la única forma de la que todo aquello podría acabar.
A nuestro alrededor, silenciosos, sin alma, los Siervos. Con sólo cuatro miembros y sin alas, sus escamas tenían un color desvaído, y sus ojos estaban apagados. Pero nos habían seguido, y, silenciosos, observaban nuestra discusión.
A nuestro alrededor, silenciosos, sin alma, los Siervos. Con sólo cuatro miembros y sin alas, sus escamas tenían un color desvaído, y sus ojos estaban apagados. Pero nos habían seguido, y, silenciosos, observaban nuestra discusión.
“Eso es lo que intento hacer, A’Rya”, replicó él, con un
gruñido grave. Su piel ya se había agrietado, ya era un adulto maduro. Ya
debería haber comprendido la verdad de este mundo. “Intenté acabar con la
locura. Intenté despertaros… Y así hemos acabado”.
“Intentaste asesinar a la Gran Matriarca, ¡A la líder del
Asentamiento!” Todavía podía recordarlo. Verlo allí, sobre la Gran Matriarca,
con los colmillos empapados de sangre de los otros dragones de la Guardia…
Había levantado la garra de una de sus alas, la mayor arma de los dragones, y
lo único que había impedido que se llevase por delante a nuestra líder había
sido mi rápida intervención. Los Siervos habían podido cerrar filas, A’Raien
había huido… Pero yo no quería que desapareciera para siempre sin antes darle
una oportunidad de ser juzgado.
“Hay veces que, para construir algo, debes destruir lo que
había antes”. Replicó él, gravemente. “Hay veces que, si quieres algo nuevo,
debes desterrar lo viejo en el desierto”.
“Sham’Nur… Los Elegidos…” ¿Todo eso debía de ser destruido? Nuestra fe, nuestro modo de vida… Mi hermano quería destruir todo aquello que
habíamos construido. De pequeño, A’Raien me había dicho que quería un trofeo de
guerra para ser respetado, una placa de la cabeza de un Quition, terribles
felinos acorazados que cazan en manadas. Era joven, inexperto, y para cuando mi
padre lo sacó de allí, el dragón adulto había perdido un ojo y había ganado una cicatriz en
la cuenca izquierda. Pero yo no había podido hacerle cambiar de opinión. De
joven, A’Raien se había peleado con uno de los miembros de la guardia por su
plaza. El guardián era un dragón entrenado, con grandes alas y uñas musculosas,
y lo había hecho morder el polvo. Desde aquel día A’Raien nunca había hablado
bien de los guardias. Pero yo no había podido hacerle cambiar de idea.
Y ahora… Ahora sabía que tampoco podría hacer nada. Ahora
miraba sus ojos oscuros, el fuego de siempre brillando en su mirada, y sabía
que tampoco iba a ser capaz de hacerlo cambiar de idea. Había hecho cosas
malas. Había matado varios dragones, había amenazado la vida de la Gran
Matriarca. Y ahora debería enfrentarse a las consecuencias. "un Duelo..."
“Duelo a muerte será”, aceptó él, cuando hablé por fin,
con mi decisión. Ojalá pudiera tener su determinación. Ojalá pudiera tener las
cosas tan claras. Nuestra vida, nuestras costumbres… A’Raien quería quemarlo
todo, enterrarlo en la arena. Yo sabía que estaba mal, pero… Pero, al ver a los
Siervos a nuestro alrededor, no podía evitar dudar. Al ver la cicatriz en el
Siervo tuerto que había tenido el alma de mi padre, no pude evitar pensar. ¿Y
si…?
“Oh, gran Sham’Nur, señor de los elegidos”, recité el
hechizo, eliminando las dudas de mi corazón. “Ten la bondad de escoger nuestras
almas, juzga nuestro combate con justicia y decide quién deberá abandonar esta
forma mortal y ser…”
“Esas malditas invocaciones de nuevo…” Gruñó A’Reian. Las
uñas de sus alas se hundieron en la tierra, y no tuve más de un instante antes
de tener al dragón saltando sobre mí, con las garras de sus alas listas para
clavarse en mis escamas. Pero lo detuve, rechazándolo cruzando las alas, y
cuando cayó el suelo y dio otro zarpazo, lo sujeté con una de mis garras,
encajándole un golpe con la otra. Él era fuerte, pero yo sí había logrado
entrar en la Guardia. Puede que no lograse convencerlo… Pero sí podía
vencerlo. Al menos, le debía eso a mi pueblo. “¿Es eso lo que eres, A’Rya?”,
dijo, retrocediendo mientras planeaba su propio ataque, rechinando las escamas.
“¿Una simple Sierva que les ha vendido su alma a esos monstruos?” Se preparó
para saltar de nuevo, pero yo fui más rápida, y con un gancho descendente con
el ala lo derribé, saltando sobre él.
Forcejeamos, pero aunque trató de liberarse, atrapé sus alas
contra el suelo con las mías, bloqueando sus armas principales. “¡Soy tu
hermana!” Gruñí. No había podido convencerlo de que cambiase… Pero había
intentado mantenerlo vivo. “¿Quién te crees que ha conseguido que sigas libre a
día de hoy? ¿Quién crees que ha rogado a Sham’Nur y la Gran Matriarca para que
no te elijan aún?” Todas aquellas veces, todos aquellos intentos… A’Reian
siempre había sido un problema para el Asentamiento. Agitado y problemático,
incluso antes de que nuestro Padre fuera elegido había atraído el desdén de
algunos de los ancianos. La única razón por la que la Matriarca hacía la vista
gorda era por mí. Su hermana, una de las mejores capitanas de la Guardia. Al
menos, eso quería pensar. “¿Quién crees que te ha mantenido fuera del Templo de
Nur?”
“¡La misma que se ha postrado ante esos brujos!” Replicó él,
también a gritos. “¿¡No lo hueles, hermana!? ¡¿No hueles la peste que emana de
sus cadáveres?! ¡Nos dominan en vida, y nos esclavizan tras la muerte! ¡Para
ellos no somos más que trozos de carne secándose al sol!” Un mordisco siguió a
su afirmación, un ataque rápido destinado a mi cuello, pero yo no era capitana
por nada. Esquivé sus ataques una y otra vez, hasta que, cansada de sus
bravatas, le hundí la cabeza en la arena de un puñetazo. “¡Basta, A’Reian!
Sabes que los mordiscos son las armas de los salvajes… ¡Eres un dragón, maldita
sea! ¡Compórtate como tal!” Lo golpeé una y otra vez. Escamas, suelo, tierra…
Me daba igual. Me daba igual golpearlo, me daba igual dañarlo. Sólo quería que
saliera. Sólo quería que acabase. ¿Por qué, por qué había tenido que ser así?
Siempre llevando la contraria, siempre dando problemas… La Gran Matriarca
reconocía mis méritos, reconocía mi fuerza… Pero cada vez que la miraba, su
mirada me recordaba la espina en mi costado. Mi padre había sido un buen
ciudadano, yo era una buena guardia… ¿Por qué A’Reian era distinto? ¿Por qué no
podía ser útil a la sociedad? ¿Es que no podía comprender la verdad de este
mundo? “¿¡Eso es lo que quieres ser, hermano!? ¿Un salvaje?”
“No”. Sus ojos brillaron cuando, de improviso, detuvo mis brazos
con sus manos. “No fuimos salvajes. Fuimos cazadores”. Y entonces, antes de
darme tiempo a procesarlo, aferró ambos brazos, y con una patada doble a mi
abdomen, me sacó de allí, librándose por fin de mi presa. Golpeando el suelo
con las alas, se puso en pie de un salto. “Tiempo atrás, los dragones
estuvieron en el ápex, en la cima de la cadena alimenticia. Los reyes del
desierto planearon por el desierto infinito de Aeleriand, convirtiendo éste en
su territorio. Cazando lo que deseaban, destruyendo a sus enemigos con el poder
del sol”.
Sus ojos, desde luego, parecían contener el poder del sol
cuando hablaba, un fuego que mi espíritu nunca compartió. “Pero los dragones
murieron, y tiempo después, una raza patética y triste se arrastra por las
arenas de este erial infinito, ensuciando el nombre de los cazadores Apex. ¿Lo
entiendes ahora, hermana? No somos granjeros. No somos Siervos a los que les
han arrancado las alas”, hizo un gesto a nuestro alrededor, donde los Siervos
reanimados que formaban mi escuadrón esperaban al resultado de nuestro combate.
“Somos los reyes del desierto. ¿Lo comprendes? A’Reian. Apex Reian”.
Siempre tras él. Siempre tratando de enmendar sus errores.
Tratando de salvarlo, de compensar sus acciones. “No”, respondí. “Lo único que
eres, es un ciudadano inútil” Pendientes de los movimientos del otro, de sus
poderosas uñas, nos movimos en círculo. “Porque, en el desierto, los cazadores
solitarios mueren de hambre, mientras que la comunidad sobrevive”. Porque, en
el desierto, necesitamos todos los recursos que podamos obtener. Y si Sham’Nur
y sus nigromantes nos ofrecen la oportunidad de ayudar aún después de muertos,
no nos preocupa rezarle un par de oraciones a cambio. “El alma de nuestro padre
fue elegida hace mucho tiempo, A’Reian… Es hora de que comprendas que un cuerpo
no es más que un cuerpo”.
Tal vez… Tal vez fuera esa la respuesta, pensé mientras lo
veía. Tal vez había que mirar más allá del dolor, del amor fraternal que aún
sentía. Tal vez lo que me evitaba ver la salida más lógica eran mis propias
dudas acerca de Sham’Nur. Y, una vez sorteadas estas, podría ver más allá. Mi
hermano nunca sería útil para el asentamiento… Pero tal vez, su cuerpo sí
pudiera serlo. Tal vez como Siervo pudiera enmendar todos los problemas que dio
como dragón. Tal vez Sham’Nur debiera elegirlo para resolver el problema. Y yo
tendría que ayudarlo.
No, no era sencillo. Era mi hermano, y me dolía. Pero era
necesario. Y, si podía ver al Siervo de mi padre allí, con su cicatriz, si
podía ver su ofrenda última al Asentamiento y no sentir dolor… ¿Cómo podía
negarle a Sham’Nur su elección? Salté, sobre una nube de polvo. Me lancé sobre
mi hermano con el firme propósito de liberarnos. Liberarme a mí de mi culpa,
liberarlo a él de su dolor. Su desesperación, su rebeldía. A'Reian abrió de golpe las alas,
los colores vivos en sus membranas me aturdieron un instante, el que necesitaba
él para esquivar mi ataque. Antaño usadas para volar, las alas habían perdido
su función sin un timón que les diese dirección, y ahora sólo servían para
comunicarnos a distancia en las grandes planicies. Para atacarnos, con las
uñas. Para abrazar a nuestros seres queridos. Y ahora… Ahora nos atacamos.
Luchamos. Hermano y hermana, revolucionario y guardia. Esquivé, esquivó, golpeé
y golpeó. Yo era capitana de la guardia, pero él siempre había tenido aquella
pasión en su interior. Siempre había tenido aquel fuego que le hacía seguir sin
importar qué ocurriera. Siempre había tenido el poder del sol en su interior.
Con un movimiento en el suelo, arrojó arena a mis ojos,
cegándome y aprovechando el momento para encadenar su ataque. Una retahíla de
puñetazos, una lluvia de zarpazos tanto de sus garras como de sus alas me hizo
caer al suelo. Amortigüé la caída con las alas. “Ellos dejaron morir a nuestro
padre”, dijo, apoyándose sobre los pies y las alas, con cuatro buenos puntos de
apoyo. “Profanaron su cadáver con su nigromancia. Y tú los has ayudado”
Mi hermano siempre había tenido el poder del sol en su
interior.
Y yo nunca pensé que sería tan cegador. Una nube ígnea salió
de su interior, abrasándolo todo a su paso, cerniéndose sobre mí, y en aquel
momento, supe cuál era el verdadero rostro de Sham’Nur, supe cuál era el
aspecto real de su ojo celeste que crea el día al observarnos. Una gran esfera
de llamas. La muerte. Y de su interior, surgió la figura de un dragón. Apex
Reian, enemigo del Asentamiento, lanzó su puñalada final. Pero no llegó a
atravesarme. Porque otra figura, con sólo dos pares de miembros, se interpuso
en su camino.
El fuego se disipó en un instante, y cuando el ojo lejano de
Sham’Nur volvió a iluminarnos, los dos nos quedamos sin habla. Ahí estaba él.
El Siervo había tomado su ataque, había detenido su uña letal. Una cicatriz en
el ojo derecho, la huella de las garras de un Quition muchos años atrás. Vi a
mi hermano observar con terror el cadáver de mi padre unos instantes,
preguntándose qué había hecho. Preguntándose si no habría sido él el que había
llevado a todo aquello. Preguntándose si realmente lo había matado en un
principio. Yo sé que mi hermano siempre se culpó por sus actos. Siempre se
sintió jugado por la mirada de Sham’Nur, por sus accidentes, por sus problemas.
Y sé que nunca jamás fue capaz de admitirlo.
Porque, un instante después, su mirada dura había
reemplazado una vez más a su verdadero yo, y arrojó el cadáver reanimado de mi
padre a un lado con desprecio. “Magia oscura y muertos vivientes…” Gruñó,
mirando al suelo. “He tenido suficiente con toda esta basura”. ¿Basura? Al
ponerse entre nosotros, mi padre no sólo me había defendido a mí… También lo
había defendido a él, impidiendo que se convirtiera en un asesino. Porque
aquellos que rompen la ley de Sham’Nur y le envían a gente sin su elección,
deben responder ante él personalmente. Y todo el asentamiento se une para juzgar
a los asesinos.
Así que, después de todo este tiempo, después de su muerte,
de la tracción de A’Reian, mi padre aún seguía ayudándonos, ¿Verdad? Tomé su
cadáver entre mis brazos, levantándolo de la arena removida. Miré cómo no había
sangre en su herida, cómo su único ojo permanecía vacío y distante. ¿Sería
posible que el espíritu de mi padre aún, después de tanto tiempo, siguiera
protegiéndonos?
“Fue necesario”, dijo una voz, a mis espaldas. Sin soltar a
mi padre, me volví, y por segunda vez consecutiva, me quedé sin habla.
La Gran Matriarca estaba allí. Arrugada, sin alas, con dos pares de brazos como
le correspondía a la Matriarca, la Madre de todo el asentamiento, tenía una
mano extendida hacia mí. “Debía salvar a una de mis mejores capitanas… Y era la
única manera”. Cerró la mano, y noté un tirón entre mis brazos. Claro, pensé,
al ver el Siervo del cuerpo de mi padre moverse de nuevo, levantándose a pesar
del gran agujero en su pecho. Muerto, reanimado, obediente a la nigromante. Me
volví hacia mi hermano, pero ya había desaparecido en dirección al desierto.
“Déjalo ir, querida”, dijo la Gran Matriarca. “Su corazón alberga dudas que
sólo una audiencia a solas con el desierto puede resolver”.
“Pero el duelo…” Me volví hacia ella, consciente de que mis
pensamientos eran un torbellino de emociones ahora mismo. Sham’Nur, la
Matriarca, el cadáver de mi padre, A ’Reian… La nigromante acarició el cuerpo
de su sujeto casi con cariño. “¿Puede un duelo a muerte acabar sin muertos?
¿Permite eso Sham’Nur?”
“Querida hija”, dijo ella. “¿Crees que un escorpión de las
arenas o un O’Shelen de los que llevamos a pastar comprender tu estado mental?”
No, claro que no. Ni siquiera yo era capaz de comprenderlo en aquel momento.
“Entonces, ¿Cómo esperas comprender tú los pensamientos de un dios?” Tomándome
con otro de sus brazos, me atrajo a ella, apretándonos a los tres en un abrazo
familiar. Hija, madre y padre, aunque él no fuera más que un cadáver. “Sham’Nur
es cruel, pero también es hermoso”, dijo. “Nos da este lugar tan inhóspito, nos
da una vida tan dura… Pero también nos da los medios para vivirla. También nos
da una comunidad a la que pertenecer. Y tal vez le dé a tu hermano las
respuestas que busca. Quiera Sham’Nur que lo veamos de nuevo”.
Añil y ámbar. Cielo y arena. Cazador y granjero. Hermoso y
cruel. Sham’Nur. El desierto. Y, de alguna manera, los dragones.
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