Historias. Historias en la oscuridad. En el negro lago, al
fondo del abismo, las canciones se elevan contando historias, las historias de
las ofoideas. Pero no todas las historias son hermosas, no todos los tonos son
puros. No todas las aguas son como las del lago. Porque allí, lejos del
asentamiento de las pescadoras, donde la pared amenazaba con unirse con el
agua, estaba la ciénaga. Un pantano de agua estancada, de lodo y de seres que
se ocultaban en la oscuridad y viscosidad de las profundidades. Un lugar donde
los hongos crecían altos, donde los fuegos fatuos correteaban por la superficie
buscando las nutritivas burbujas de metano. Un lugar tóxico, en el que ningún
alma se acercaría por voluntad propia.
Excepto ellas.
- Por allí. – Las guiaba Villion, al frente de la balsa. Su
tripulación – sus compañeras – remaron obedientemente, al ritmo de los golpes.
Al ritmo del silencio.
Un silencio antinatural para una ofoidea, acostumbrada a
estar envuelta por las voces de sus congéneres. Acostumbrada a oír, a repetir,
a disfrutar de la música. Pero estaban en silencio. Un silencio antinatural. Un
silencio de búsqueda. ¿Y qué estaban buscando? Buscaban una voz en la oscuridad.
- ¡La he oído! – Afirmó Villion otra vez, y el resto de las
ofoideas se miraron entre sí, parloteando y murmurando. También la habían oído.
La voz. El grito pidiendo ayuda.
Era algo que les desconcertaba. Llevaban tres ciclos
surcando las aguas cenagosas de las afueras del lago Mantodia, desde que su
capitana se había obsesionado con pescar un ejemplar especialmente grande.
Todas sabían que merecería la pena, que saldrían en las historias, tendrían
algo sobre lo que cantar… Pero ahora, el pescado yacía en la parte trasera de
la balsa bien asegurado, y ellas estaban allí, adentrándose más en la ciénaga.
Porque, cuando creyeron que podrían volver a casa victoriosas, oyeron la voz.
Una voz, en la oscuridad. Una voz, en la ciénaga. Y todo el
mundo sabe que no hay ofoideas en la Ciénaga. Que no hay voces puras en aquella
pestilencia. Lo único que hay bajo la viscosa superficie de las aguas, repleta
de mohos, son gusanos mudos que no merecen ser considerados seres vivos. Pero
allí estaban. Y ahora, Villion ya no era la única que la había oído. - ¡En
marcha, Oliana! ¡Vamos, Vinar! ¡Ahora ya la hemos oído, es hora de que ella nos
oiga a nosotras! - Y, dicho y hecho, Villion comenzó a cantar, y la tripulación
la siguió. Todas sus voces se unieron en la canción, como si fuera un solo ser,
como si fuera una sola conciencia. Aquella era la magia de las ofoideas, la
magia de la música que constituía el idioma de sus almas. Y la voz de la
ofoidea solitaria resonaba más allá, y aunque la luz de sus hongos luminosos no
la iluminaban, sabía que estaba allí. Sus gritos de socorro resonaban en los
corazones de la tripulación, y la tripulación le respondía al unísono.
Así fue como conocieron la historia de Mepótroe, que era el
nombre de aquella ofoidea. También era pescadora, les dijo, pero no era
pescadora de peces… Ella, junto con su tripulación, su equipo, era pescadora de
ideas. – Es ella. – Dijo Oliana, en un momento que detuvieron la melodía. – La
ingeniera de balsas. - Una ofoidea cuya misión era comprender lo incomprensible,
avanzar lo imposible. Las ofoideas se habían elevado sobre el resto de
criaturas de Mantodia gracias a su voz, pero no lo habían hecho solas. Una vez
tuvieron la capacidad de comunicarse, supieron que necesitaban más. Supieron
que necesitaban ser mejores si querían estar por encima de los peces mudos. Así
que, elevándose sobre las aguas, comenzaron a usar los hongos, flotantes. Y
construyeron balsas.
Pero, para construir, uno necesita saber lo que construye.
Para saber, uno necesita aprender. Y Mepótroe era una de las ofoideas que se
dedicaban a aprender. A conocer. A construir. Había compuesto sinfonías que
detallaban las formas de construir las balsas, mapas de los nudos que debían
atar sus extremos. En sus notas se escondían los secretos de la flotabilidad, y
muchas otras cosas cuyo significado se había perdido en el tiempo. Y,
efectivamente, las ofoideas lo habían conseguido. Habían construido balsas, y
se habían elevado gracias a los hongos luminosos por encima del resto de seres.
Pero no era suficiente. Nunca era suficiente. Por eso, Mepótrope les habló de
cómo habían ido allí. Viendo los fuegos fatuos iluminar a tanta distancia,
verse como faros en la lejanía, supo que podía utilizarlos. Supo que el fuego
era la solución, que los hongos luminosos sólo duraban hasta cierto punto.
Pero, con el fuego, serían aún mejores. Por eso, había ido allí, con su
tripulación, al fin del mundo. A la ciénaga. Y, después de naufragar, ella
había sido la única que no se había hundido. La única superviviente.
Las ofoideas de la balsa no cabían en sí de contento. Sus
voces brillaban, maravilladas, mientras se acercaban a la pequeña islita en la
que se encontraba su interlocutora. Una constructora de balsas, una ofoidea
cuya voz vibraba con una cadencia única. Ninguna, ni siquiera Villion, la
capitana, u Oliana, la veterana, habían llegado a conocerla en persona, pero
todas sabían que era una leyenda. Y, al parecer, era una leyenda viviente.
Cuando al fin se acercaron lo suficiente para iluminarla, no pudieron evitar
que se les encogiera el corazón. La legendaria Mepótrope, la de las canciones
complejas, era poco más que una sombra de una ofoidea. Pequeña, encogida, sin
extremidades posteriores, con la túnica formada por las alas hecha jirones… El
naufragio y el tiempo que había pasado en solitario en aquel pedazo de isla le
habían pasado factura.
- ¡Vamos! – Animó a sus remeras la capitana, aumentando el
ritmo. Cuanto antes estuviese a bordo, antes estaría a salvo.
- No, esperad. – La corrigió Oliana, con la mirada fija en la ofoidea de la isla. – Mepótrope lleva desaparecida desde que yo era una larva, sí… Y aquí está. Con las alas hechas jirones, pero viva, al fin y al cabo. Y tiene voz, sí, pero no tiene público para oírla. Observad. – Inquietas, las ofoideas murmuraron, chasqueando sus aparatos bucales, y se dieron cuenta. – Los alrededores de su hogar no son sino lodos, que se extienden por la ciénaga. No hay peces que surquen sus aguas. No hay alimento a su alcance. Pero está aquí.
- ¡Hermanas! – Las llamó la ofoidea de la isla. – Hermanas, no he sido sincera con vosotras. – La voz le tembló, y ésta vez, ya no cantaba. – Mi voz me ha traicionado por miedo. Por hambre. Por desesperación. Llevo en esta isla más tiempo del que puedo recordar. He muerto de hambre, he muerto de tristeza, he muerto de soledad, alimentando mi alma con los ecos de las canciones del lago. Sólo os pido vuestra ayuda, hermanas. Lo único que quiero es salir de aquí.
Confundida, y sin saber qué hacer con la ofoidea mentirosa, Villion se volvió hacia sus tripulantes… Y entonces fue cuando vio la garra viscosa que se había posado en uno de sus laterales.
- ¡Cuidado! – Gritó, pero ya era tarde. El ser que tenían
debajo había presionado, desestabilizando la embarcación y arrojándolas a las
aguas cenagosas… Y de allí, surgió una enorme boca, un agujero negro que se
abalanzaba sobre ellas desde las profundidades. Tragándose a la mitad de las
ofoideas, el inmenso bagre anfibio se encaramó a la balsa, mientras las demás
gritaban, intentando, apresuradamente escapar de su destino. Pero el monstruo
era demasiado grande, demasiado poderoso. Sus bigotes carnosos se enredaron en
las extremidades articuladas de las ofoideas, y el Bagre no tardó en
engullirlas. No tardó en aplastarlas con su gran boca, haciéndolas desaparecer
en su interior.
Satisfecho por su comida, el monstruo se apartó de la balsa,
sumergiéndose en la ciénaga para, a continuación, dirigirse hasta la isla con
la embarcación sobre la cabeza.
- Así que Mepótroe, ¿Eh? – Dijo el Bagre, mirando con sus
pequeños ojillos casi ciegos a la ofoidea solitaria que permanecía en el centro
de la isla. - ¿Quién era? ¿Alguien que me he comido, querida? – Lanzó una
carcajada, dejando a un lado la barca y arrastrándose por la isla. – Tenías
razón al pedirme que no te comiera, Laín… ¡Tengo las tripas llenas de las
tuyas, querida!
- No soy tu querida. – Replicó Laín, apartándose de su lado tanto como le permitía su situación. – No soy más que tu prisionera. Debería haber dejado que me devorases. Al menos, habría muerto como una ofoidea… En lugar de vivir como un gusano como tú.
- ¡Sí, nena, háblame sucio! – Se mofó el Bagre con otra carcajada, palmeando la orilla embarrada del islote. – No hay nada que te retenga aquí, querida… Puedes irte siempre que quieras. Sin patas, sin alas… Me gustaría ver cuánto llegas antes de convertirte en la cena de cualquiera de esos gusanos que mantengo a raya. Y, entonces, no tendré más remedio… ¡Tendré que salir al lago! ¡Tendré que darme un festín!
- No soy tu querida. – Replicó Laín, apartándose de su lado tanto como le permitía su situación. – No soy más que tu prisionera. Debería haber dejado que me devorases. Al menos, habría muerto como una ofoidea… En lugar de vivir como un gusano como tú.
- ¡Sí, nena, háblame sucio! – Se mofó el Bagre con otra carcajada, palmeando la orilla embarrada del islote. – No hay nada que te retenga aquí, querida… Puedes irte siempre que quieras. Sin patas, sin alas… Me gustaría ver cuánto llegas antes de convertirte en la cena de cualquiera de esos gusanos que mantengo a raya. Y, entonces, no tendré más remedio… ¡Tendré que salir al lago! ¡Tendré que darme un festín!
Aferrándose a la tierra del islote con las uñas, se arrastró
hasta quedar a pocos centímetros de Laín, y su enorme boca pareció esbozar una
gran sonrisa. – Además… No he sido yo quien atrajo la atención de nadie. ¡No
fui yo quien les mintió a tus compañeras! Así que, querida, déjale los
sentimentalismos a las canciones, ¡y disfruta de tu parte del trato!
Y, ante las carcajadas triunfantes del enorme Bagre, Laín la
Mentirosa guardó silencio, y se apresuró a hacerse con el montón de provisiones
de pescado que la tripulación de ofoideas había dejado tras ella.
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