sábado, 8 de junio de 2019

Guión


Hace mucho tiempo, en un lugar más allá de los espejos, entre los resquicios de las baldosas, existió Guión. Guión era un mundo como el nuestro. Con ciudades, bosques y mares, campos florecientes y gente que paseaba junto al mar. Mas cuando los paseantes levantaban la mirada hacia el ocaso lo único que veían era una sombra gris en un cielo nocturno. Gris. Negro. Ceniza. Las flores que se abrían para recibir la luz del sol nada más que recibían la noche sin importar la hora, y sus pétalos eran del color del carbón en un mundo que no conocía la luz.
Pero los habitantes seguían mirando al ocaso en el mar, porque sabían que tenía que ser hermoso. Las flores se abrían a la oscuridad, porque sabían que ahí arriba debía haber un sol, y por eso también crecían, porque debían crecer. Cuando todo es gris y negro, el gris y el negro adquieren infinitos matices. Y cuando sabes cómo debería ser todo, no importa lo que sea, sino lo que sabes que es. 

Por eso, en el interior de la ciudad de Guión, todas las almas son máscaras. Tras esa fachada blanca, el marido sonríe, pronunciando las palabras que harán sonrojarse a su amada, y aunque ningún sonido haya salido de sus labios, ésta las conoce, pues son las palabras que el marido debería decir. Y aunque la máscara sea blanca como la leche, ambos saben que ella se ha sonrojado. Porque eso debería ser así. Es como viene en el guion. Y ella sonríe, aceptando silenciosamente el cumplido, mientras da una vuelta con aquel vestido negro noche que, sin embargo, es rojo pasión.
Pues Guión es un mundo perfecto, y nada tiene que desviarse. Cuando la historia tiene argumento, todas las reacciones están programadas. Forman parte del libreto. Todas las emociones, son negro sobre blanco. Cuando empezamos a leer una historia, el final ya está escrito.

Y así, Guión sigue girando, al otro lado del espejo, dentro de los libros cerrados y en la tinta de las plumas aún sin usar. Las sombras de hombre se enzarzan en silenciosas luchas, y sus máscaras se resquebrajan, porque eso es lo que debe ocurrir, y tres segundos después uno de ellos caerá al suelo, derrotado. Aunque no pronuncian palabra alguna, ambos saben que uno debe sufrir y morir. Así está escrito. La silueta de la profesora mueve los labios frente a la pizarra, y todos los niños conocen ya la lección que debería estar dando, así como ella sabe quién se despistará y a quién llamar la atención en el momento apropiado. Y así, Guión sigue girando. Estática. Perfecta. Inmóvil.

Porque todos saben el final de la historia.
Los amantes se besan en sus máscaras. Los ejecutivos se estrechan la mano, vocalizando tratos que ambos conocen sin oírlos, que saben que serán aceptados, y los padres gesticulan ante sus hijos que saben del contenido de la amonestación y reaccionan apropiadamente. El hombre de la azotea sabe que su jefe lo ha despedido a pesar de no haber pronunciado sonido. Todos siguen el guion. Todos conocen el guion.

Todos conocen el final de la historia.
Hasta que, en aquel preciso momento, él, el hombre sentado al borde de la azotea, una de los miles de máscaras blancas de la ciudad, toma aliento, respira profundamente, se levanta, y se arranca la máscara de cuajo, dejando ver tras ella dos ojos verdes, claros, brillantes de determinación. – NO. -El primer sonido de Guión resuena en toda la ciudad, en todo el mundo, en todo el planeta. El primer sonido de Guión. La voluntad. La negación, la determinación, el cambio. La Muerte.


sábado, 1 de junio de 2019

La Parada de Autobus


Todas las cosas en esta vida cumplen un propósito. Por ejemplo, el propósito del sol es brillar, ofreciendo mañanas como aquella en la que las chicharras campaban a placer. El propósito de la brisa, refrescar a los escasos transeúntes, meciendo la maleza que creía a los lados de la carretera como un oleaje tranquilo y calmado. Y la parada de autobús… ¿Cuál era su propósito? ¿Cuál era su razón de ser?
En este mismo momento, su razón de ser era ser el destino de Francisca, que, con su blusa color beige, su falda de flores y su chal de verano, se acercó a esperar. Su rostro ya parecía caerse y sus manos huesudas estaban surcadas de caminos azules, pero eso no le impedía salir a caminar siempre que lo deseaba. Eso no le impedía seguir haciendo vida en sociedad.

“Hermoso día, vieja”, saludó a la anciana que ya estaba sentada en la parada. Ésta tenía el cabello blanco, recogido en un moño, y aunque sus rasgos se mantenían un poco más asentados, ocultaba sus ojos tras unas gafas de sol, y sus manos eran tan venosas como las de Francisca.
“Hermoso día, vieja”, la saludó en respuesta, con la misma severidad. Durante unos segundos, ambas cruzaron miradas, pero a continuación, se echaron a reír. Habían comenzado aquel saludo hacía más de treinta años, cuando ninguna era lo suficiente mayor como para tomárselo en serio, y para cuando habían envejecido de verdad, habían descubierto que eran demasiado mayores como para tomárselo en serio.
“Pues sí que es hermoso, ¿No te parece?”, preguntó Francisca. “Incluso aquí, debajo de la marquesina, hace un poco más de fresco”.
“¿Dónde vas? ¿De compras a la ciudad?” Preguntó Adela, cabeceando hacia la lejanía. Más allá, en aquella carretera, se distinguían los contornos de una ciudad a las orillas del mar.
“Mi Manolo quiere comer gazpacho”, reveló Francisca, manoseando el bastón. “Así que toca ir a por tomates”. Ambas suspiraron, pensando en los planes que tenían. Demasiados planes cumplidos. Demasiado tiempo de vida. Volvieron a suspirar.

“Te has hecho algo en el pelo”, notó Adela, ladeando la cabeza. Ella se había puesto aquel moño el día que se había quedado sola en casa, y desde entonces no había cambiado de peinado. “Has ido a la peluquería”
“A la peluquería, no”, aclaró su amiga. “Es el Joaqui, el hijo del vecino. ¡Dice que ha montado una peluquería portátil!”. Ambas se rieron. Peluquerías portátiles, ordenadores portátiles, teléfonos portátiles. Ya no había quien entendiera a los jóvenes. Tantas ganas por hacerlo todo portátil. Portátil y pequeño. Menos el mundo, que era cada vez más grande. Lo más lejos que había ido Francisca en su vida era con las amigas, a una obra de teatro a la capital hacía treinta años. Y ahora decían que si se montaban en un avión sólo para ir a trabajar.
Sí, si algo se podía decir de los jóvenes, era que tenían empeño. “¿Y qué tal tu hijo?”, preguntó. “¿Al final se metió en la Universidad?”
“Claro”, replicó Adela. “Ingeniero aeronáutico… Hace aviones”, resumió. “Es un señor importante, si tú lo vieras… Ahora ya casi no tiene tiempo de visitar a su vieja”. Se volvió a reír. Aquella palabra siempre las hacía sonreírse, ya fuera por lo poco que se identificaban con ella o por lo mucho que lo hacían.
“Es que nos hacemos mayores, ¿Eh?” Francisca le palmeó la rodilla, embutida en una falda negra. “Nos hacemos mayores…”

Aquella frase lapidaria, dicha tan despreocupadamente, cayó como una losa entre ellas, y la mañana volvió a convertirse en una mañana de chicharras, de sol y de brisa que correteaba entre la maleza. Una mañana de muchas. Pasado, presente y futuro… El tiempo parece difuminarse cuando esperas el autobús.
“¿Y qué tal tu hijo?”, preguntó Francisca. “¿Entró por fin en la Universidad?”
“Claro”, repitió Adela. “Pero ya te lo he dicho, ¿No te acuerdas? ¡Es un señor importante!”
“Mi hija también es muy importante…” Murmuró Francisca, moviendo la boca, palmeando el bastón. Manías de la edad. Distracciones del tiempo presente. “Siempre tiene trabajo, ya no puede venir a casa tanto como le gustaría”.
“¿Y por qué no vas tú?”
“Yo ya no estoy para esos trotes”, protestó Francisca. “Además, me duelen los huesos… Nos estamos haciendo viejas”

“No digas eso”, replicó Adela. “Es un invento de las farmacéuticas. Uno sólo es tan viejo como se permite ser. La edad sólo es un número”.
“Eso decía mi Manolo, que en paz descanse”. Francisca miró al cielo, como hacía siempre que pensaba en su difunto marido. “Y tenía razón”.
“Lo único que lamento…” La miró Adela, “Es no poder pasar más tiempo con mis nietos”.
“¡No seas boba, mujer! ¿Y qué les dirías?” La reprendió su amiga. “Los niños de hoy no hablan nuestro idioma, hablan con las maquinitas esas que tienen… Las viejas como tú y como yo, el único consuelo es que nos tenemos la una a la otra”. Y eso era cierto. En aquel tiempo sin tiempo, ojos sin vista, en aquella parada sin autobuses, lo único que quedaba, eran los recuerdos.

“¡Francisca!”, sonó la voz de un hombre. “¡Francisca!”
La anciana se levantó, trabajosamente, y se volvió a su amiga. “Es mi padre. Ya es tarde, seguro que madre quiere que la ayude a poner la mesa. Debería irme… Ya sabes cómo se pone cuando tardo demasiado”.
Por suerte, apenas se había movido cuando un hombre vestido de blanco la tomó de un brazo, sin darle tiempo a tambalearse ni apoyarse en el bastón. “¡Francisca! ¿Pero sabe el susto que nos ha dado?”, la reprendió. “¡Ya es la tercera vez que se escapa esta semana! Suerte de que tenemos esa parada de bus falsa ahí, si no, quién sabe a dónde podría haber ido a parar”.
La mujer miró al hombre, en cuyo pecho brillaba un cartel en el que había escrito a máquina “Joaquín, enfermero”, y sonrió. “Hola, joven, ¿Es usted el novio de mi hija?” Él sonrió, acostumbrado a las palabras de la anciana, y la ayudó a caminar.
“No, pero sí podría ser su hijo”, le dijo, a sabiendas de que no importaría.
“Bueno, pues va a venir dentro de muy poco. Así que más te vale engalanarte, muchacho”
Asintiendo amablemente, el enfermero la tomó del brazo y la llevó de vuelta a la Residencia de la que había salido, pero antes de entrar de nuevo, Francisca se volvió, saludando con la mano a la parada de autobús.
“¿A quién saluda?”, preguntó Joaquín, curioso.
“A Adela. Es una buena amiga mía, joven, y está soltera. ¿Quieres que te la presente?” Le ofreció al enfermero, pero éste suspiró. Sí, efectivamente, Francisca estaba en uno de esos momentos.

Porque Adela y Francisca habían sido buenas amigas durante la mayor parte de sus vidas, y habían llegado a ingresar en la residencia de ancianos al tiempo. Pero, mientras Francisca se había estancado en aquella fase atemporal en la que uno ve su vida deshacerse ante sus ojos, Adela había encontrado un final mucho más rápido, y una mañana de enero la habían encontrado, ya fría, sentada en la falsa parada de autobús.
Aquella era la verdad de aquel lugar. Gente sin pasado, sin presente, sin futuro. Gente que, después de vivir toda una vida, habían descubierto que no les quedaba nada. Enfermos, sin recuerdos y sin independencia, los que una vez habían construido la sociedad se acumulaban allí, en aquella Residencia, sin saber que ahora todo su mundo desaparecía día tras día. Sin saber que sus familias salían adelante sin ellos, sin saber que sus amigos morían.
Y como no lo sabía, Adela siguió allí durante aquella fresca mañana de verano, con su moño prieto, su falda negra, y disfrutando del sol y de la brisa matinal en una parada de autobuses sin autobuses.
Todas las cosas en esta vida cumplen un propósito. El propósito del sol es brillar, el de la brisa, refrescar a los escasos transeúntes, meciendo la maleza que creía a los lados de la carretera como un oleaje tranquilo y calmado. Y la parada de autobús… ¿Cuál era su propósito? ¿Por qué estaba allí aquella parada?
Porque todos necesitamos un lugar al que ir, y todos, por muy mayores que seamos, necesitamos un lugar donde charlar un rato con aquellos que ya se han ido.


miércoles, 22 de mayo de 2019

Marcha Nocturna

Es la hora. Suena la campana.

Su tañido atraviesa la noche silenciosa, una nota que resuena en las calles de farolas anaranjadas. Sin proceder de ninguna parte, presente en todas. No hay nadie en las calles, nadie para presenciarlo, pero todos lo saben. Todos están allí, sin estar. Invisibles, tras las persianas. Expectantes.

Suena la campana. Y se hace el silencio.

Mentirían si dijeran que no esperaban aquella noche. Que no era un acontecimiento presente en el pueblo desde hacía semanas. Silencios repentinos, miradas graves. Nadie lo decía, pero todos lo sabían. Nadie tañía la campana, pero esta sonaba clara y potente por todos los rincones del pueblo.

Un aviso. Una advertencia. Una invitación.

 

Los perros se han callado, y los gatos, en los bajos de los coches, observan expectantes. La campana resuena por las calles del lugar. Pasos apresurados para volverse a casa, miradas vigilantes detrás de las persianas. Nadie quiere mirar, pero todos quieren ver. Nadie puede estar, pero todos quieren presenciarlo. Desde lo que ocurrió en 1953, el Ayuntamiento interpuso una campaña publicitaria específica durante las fechas previas al Incidente, pero eso no ha impedido que todos los años ocurran cosas similares. Turistas indiscretos, algunos de los cientos de ojos que, escondidos, observan ansiosos las calles vacías, escuchando la campana y preguntándose si ese será su año.

 

Mario es uno de esos curiosos. Uno de los que da vueltas, impaciente, alrededor de la mesa camilla de su tía Luisa, con un cigarrillo apagado en los labios, y escribiendo en el smartphone junto a la ventana, mientras su tío mira fijamente la pantalla del televisor, donde hay un partido de fútbol al que nadie le hace caso. Todos son demasiado conscientes de lo que ocurre. De lo que va a ocurrir. Y Mario puede haber nacido y haberse criado en otra ciudad, con otras costumbres y tradiciones, pero hasta él entiende cuán importante es aquello.

—Lo que no entiendo es por qué nadie hace nada —se encogió de hombros, mirando fugazmente a la ventana al oír el tañido—. El Ayuntamiento, la policía… Se limitan a pedir precaución y que nadie salga de sus casas… ¿Y nada más?

—Mario… —le pidió su tía, que aparentaba leer una revista en el sofá al lado de su marido.

—No, pero… ¿Y si quiero salir ahora? ¿Si tengo una emergencia, si tengo que ir a la farmacia, o a pasear al perro…?

— Mario, no insistas —repitió su tía.

— Este niño es tonto, te lo digo yo. —El tío resopló, exhalando una nube de humo de su propio cigarro encendido.

 

No era el único sitio donde no había nadie durmiendo. El ambiente era tenso. En los hoteles, en las casas. Niños apiñados pegados a las cortinas, clientes de hotel esperando al momento mientras comen pipas frente a la ventana.  Y las familias de unos pocos desgraciados, rememorando una noche igual que aquella, cuando había empezado todo para ellos. Terrazas de cafetería abandonadas, y sólo el silencio sepulcral que precede a la campana.

Y se apagaron las luces.

—Mierda. —La voz del tío estalló en el silencio frente a la pantalla del televisor.

Mario miró por la ventana. Se quedó sin aliento al ver las luces que habían aparecido en la calle, aquella fila de luces doradas en la negrura, pequeñas y tenues pero firmes en su caminar. Las figuras blancas que las portaban apenas se distinguían en la noche, poco más que telas ondeando en un viento que no existía, siguiendo el sonido de una campana. Tragó saliva, sin poder apartar la mirada. Las lentas luces enfilaban su calle, en un desfile silencioso del que, sin embargo, eran todos conscientes. Algo que no deberían ver, que no debían presenciar, pero que, al mismo tiempo, no podían dejar de mirar. Otra campanada resonó en sus oídos. Otra resonó en sus huesos. Un aviso. Una advertencia. Una llamada.

El televisor mostraba estática. El teléfono móvil, sin señal. Y aquellos seres seguían caminando. Sin cara. Sin identidad. Con luces que bailaban en la tiniebla. Las teorías sobre su existencia se contaban por decenas. Los episodios se remontaban a la Edad Media, o incluso antes. Y Mario, con su licenciatura en periodismo, sabía que su lugar estaba allí. Registrándolo con el móvil. Documentándolo. Mostrándoselo al mundo, por mucho que sus conciudadanos no opinasen lo mismo.

La campana volvió a tañer. “Tengo que bajar”. Las figuras espectrales se detuvieron. Y, todas a una, giraron la cabeza y miraron a Mario.

 

Luisa lloró mucho al llamar a su hermana a la mañana siguiente, y vistió de negro un año entero. Su marido maldijo, sin dejar de mirar la televisión vacía, aunque después se ablandó con un suspiro y trató de consolar a su mujer. Nadie en el pueblo comentó lo ocurrido. Nadie dijo nada de la Marcha Nocturna. Pero al año siguiente, por aquellas fechas, cuando la campana volvió a tañer y las luces se apagaron de nuevo, muchos pudieron ver junto a las filas de luces una figura encorvada y triste, que, junto a la procesión, parecía tomar fotos con su móvil.

domingo, 5 de mayo de 2019

Inquisidor

Ya no miramos abajo.
No merece la pena. No hay nada que deba ser visto. Marcia lo hizo una vez. Arrancó una Gema luminosa y la arrojó por el borde de su Placa, al vacío, buscando el fondo. Y la Gema cayó, y cayó, y cayó, una mota de luz en medio de la oscuridad, como una lágrima en un desierto… Hasta que allá abajo, más de mil metros por debajo de nosotros, una cosa grande, negra y sin forma, hizo desaparecer la mota de luz. Marcia ya no está entre nosotros. La vino a buscar el inquisidor poco después.

Ya no miramos abajo. No merece la pena. Ni miramos arriba, en busca de un sol que nos ha sido robado, cambiado por las gemas que iluminan nuestras Placas, flotando en e inmenso vacío. Pedazos de tierra flotantes conectados por pasadizos estrechos en los que tratamos de sobrevivir, cultivando lo que crece a la luz de las Gemas. Seres perdidos y desamparados cuya única esperanza son las Gemas, que, a cambio de nuestra energía vital, nos dan luz y calor para cultivar nuestro alimento, y protección contra los grandes Seres del Vacío, serpenteantes y con infinidad de patas que ondulan en el vacío infinito a nuestro alrededor. La esclavitud de las Gemas, que nos cosechan como si fuéramos un alimento más del huerto. Tal vez lo seamos. Tal vez nuestra forma no sean más que tallos y hojas modificados, y la Gema es el verdadero habitante de Xor. Eso creen muchos. Eso creía Marcia. Por eso arrojó la gema por el borde de la Placa. Por eso llegó el inquisidor y la elevó por los aires, con un gesto, llevándosela con él.

Por eso no se habla de ella. No se habla de nadie cuya Gema se haya apagado antes de tiempo, antes de que el Inquisidor haya venido a recogerla. Porque cuando ocurre, éste llega, y toma a la persona a cargo de esa Gema. Les roba el alma, la misma que le entregamos a las Gemas hasta que no podemos más y acabamos rindiéndonos. Eso es lo que creo, pero no se lo he dicho a nadie. Ni siquiera lo he pensado cuando observo al inquisidor pasearse a través de las Placas de Cosecha, en las que se extiende el asentamiento, buscando Gemas brillantes que llevarse. Porque hay algo en su mirada… Su forma redondeada y con pliegues y sus tres pares de manos con brazos cortos y regordetes podría ser simpática al verla levitando alrededor de las placas, pero es su máscara blanca, una máscara simpática usada en el Mundo Antiguo para simbolizar el teatro (Cuando la madre de Marcia, de las últimas familias que habían llegado, nos habló de ello, todos recordamos el teatro, los aplausos, las sonrisas). Pero tras los agujeros hay tres ojos, rojos, pequeños, mezquinos y salvajes, que parecen estar comprobando si hay pensamientos fuera de lugar. Ideas peligrosas. Si sigues mirando hacia abajo.
Cuando tu gema está apagada, entonces es cuando te lleva, elevándote por los aires al extender las seis manos como una estrella, igual que dicen que elevó la primera vez las Placas, y desde entonces, nadie te vuelve a ver. Cuando viene, una vez al mes, a recoger las Gemas brillantes, todos nosotros aprovechamos para correr. Para evitar ir a oscuras y usar la claridad que queda, yendo a las Placas de Nacimiento para desenterrar más Gemas que den luz y protección.

A veces, no llegamos a tiempo. A veces, las formas alargadas y serpenteantes que ondulan en los límites del cerco de luz de las Gemas logran su cometido, y cuando nos descubrimos las cabezas, muertos de miedo, descubrimos que faltan dos de los nuestros. Porque en este mundo, la muerte es la certeza más inevitable. La depredación. Lo único que puedes hacer es gritarle al vacío, es desafiar al tirano que nos depreda, a la oscuridad que acecha serpenteante más allá del cerco de luz. Marcia nunca se acostumbró a nuestro mundo, y observó aquellas criaturas todos sus turnos desde que perdió a sus padres, la última vez que excavaron Gemas. Temían las Gemas, las aborrecían. Querían devorarnos, pero la luz de las Gemas a las que dábamos nuestra energía voluntariamente era algo que no podían soportar. Por eso Marcia agarró una Gema y la tiró sin mirar atrás en dirección al abismo, hacia todas aquellas criaturas.
Pero se equivocaba. Las criaturas no estaban allí abajo. Sólo estaba aquella cosa, al fondo del Vacío, grande, móvil, y con un gran apetito para las motas de luz. Sólo estaba el Inquisidor, silencioso, eterno, con sus seis manos extendidas descendiendo suavemente detrás de Marcia. Preparándose para hacerle cumplir las leyes de aquel lugar, y que nadie volviera a verla jamás.