Hace mucho tiempo, en un lugar más allá de los espejos,
entre los resquicios de las baldosas, existió Guión. Guión era un mundo como el
nuestro. Con ciudades, bosques y mares, campos florecientes y gente que paseaba
junto al mar. Mas cuando los paseantes levantaban la mirada hacia el ocaso lo
único que veían era una sombra gris en un cielo nocturno. Gris. Negro. Ceniza. Las
flores que se abrían para recibir la luz del sol nada más que recibían la noche
sin importar la hora, y sus pétalos eran del color del carbón en un mundo que
no conocía la luz.
Pero los habitantes seguían mirando al ocaso en el mar,
porque sabían que tenía que ser hermoso. Las flores se abrían a la oscuridad,
porque sabían que ahí arriba debía haber un sol, y por eso también crecían,
porque debían crecer. Cuando todo es gris y negro, el gris y el negro adquieren
infinitos matices. Y cuando sabes cómo debería ser todo, no importa lo que sea,
sino lo que sabes que es.
Por eso, en el interior de la ciudad de Guión, todas
las almas son máscaras. Tras esa fachada blanca, el marido sonríe, pronunciando
las palabras que harán sonrojarse a su amada, y aunque ningún sonido haya
salido de sus labios, ésta las conoce, pues son las palabras que el marido
debería decir. Y aunque la máscara sea blanca como la leche, ambos saben que
ella se ha sonrojado. Porque eso debería ser así. Es como viene en el guion. Y
ella sonríe, aceptando silenciosamente el cumplido, mientras da una vuelta con
aquel vestido negro noche que, sin embargo, es rojo pasión.
Pues Guión es un mundo perfecto, y nada tiene que
desviarse. Cuando la historia tiene argumento, todas las reacciones están
programadas. Forman parte del libreto. Todas las emociones, son negro sobre
blanco. Cuando empezamos a leer una historia, el final ya está escrito.
Y así, Guión sigue girando, al otro lado del espejo,
dentro de los libros cerrados y en la tinta de las plumas aún sin usar. Las
sombras de hombre se enzarzan en silenciosas luchas, y sus máscaras se
resquebrajan, porque eso es lo que debe ocurrir, y tres segundos después uno de
ellos caerá al suelo, derrotado. Aunque no pronuncian palabra alguna, ambos
saben que uno debe sufrir y morir. Así está escrito. La silueta de la profesora
mueve los labios frente a la pizarra, y todos los niños conocen ya la lección
que debería estar dando, así como ella sabe quién se despistará y a quién llamar
la atención en el momento apropiado. Y así, Guión sigue girando. Estática.
Perfecta. Inmóvil.
Porque todos saben el final de la historia.
Los amantes se besan en sus máscaras. Los ejecutivos se
estrechan la mano, vocalizando tratos que ambos conocen sin oírlos, que saben
que serán aceptados, y los padres gesticulan ante sus hijos que saben del contenido
de la amonestación y reaccionan apropiadamente. El hombre de la azotea sabe que
su jefe lo ha despedido a pesar de no haber pronunciado sonido. Todos siguen el
guion. Todos conocen el guion.
Todos conocen el final de la historia.
Hasta que, en aquel preciso momento, él, el hombre sentado al
borde de la azotea, una de los miles de máscaras blancas de la ciudad, toma
aliento, respira profundamente, se levanta, y se arranca la máscara de cuajo,
dejando ver tras ella dos ojos verdes, claros, brillantes de determinación. –
NO. -El primer sonido de Guión resuena en toda la ciudad, en todo el mundo, en
todo el planeta. El primer sonido de Guión. La voluntad. La negación, la
determinación, el cambio. La Muerte.
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