sábado, 27 de marzo de 2021

La granja de Anya

LA GRANJA DE ANYA

 

Anya está despierta. Es incapaz de dormir. Intenta cerrar los ojos, una y otra vez, pero no hay nada más que lo de siempre: los sonidos de los animales fuera de la ventana, la luna iluminando la pared de enfrente, el techo de la habitación. Está incómoda, y no sabe por qué. No le incomodan sus tareas, no le incomoda su habitación: después de todo, ella creció en una habitación muy similar a aquella. Concretamente, la que está al otro lado del pasillo.

 *

 La granja había pertenecido a cuatro generaciones de su familia, ¡cuatro! Su padre estaba muy orgulloso de ello cuando les hablaba a los visitantes que hacían noche allí antes de llegar al pueblo.

Criaban ovejas. Siempre habían criado ovejas: el negocio familiar. Ovejas duras, agrestes como la estepa, capaces de arrancar el sustento a un suelo que parecía más vacío que los caminos cuando la guerra. Ovejas difíciles de criar y de mantener. Pero eso no les importó, nunca les importó; ellos eran felices a su manera. Día tras día había trabajo que hacer: ganado que pastorear, surcos que arar… Aquí, en la estepa, parecía que las ciudades de las que hablaban en la radio estaban en otro mundo. Anya ni siquiera podía imaginar las avenidas repletas de coches, las fábricas humeantes como hornos, las multitudes tan grandes que no alcanzaba la vista… Cuando se reunían a la hora de la cena, Mamá, Papá, Tarsi, Anya y Jon, a oír las noticias alrededor de la radio, era el momento de soñar con las cosas buenas que podrían encontrarse en la ciudad.

Luego llegó la guerra, y sólo Mamá, Tarsi y Anya escuchaban anhelantes las noticias sobre el frente de batalla, esperando el día en que todo volviera a la normalidad.

 *

Ahora Anya puede volver a escuchar la radio, después de mucho tiempo teniendo que hacer las tareas sólo con los balidos de las ovejas de fondo: limpiar las habitaciones, preparar el café para Leon, echar de comer a los corderos, asegurarse de que el puchero está al fuego en la cocina… Anya sabe que no es muy lista, es lo que Leon siempre dice, que ella no es lista, pero sí trabajadora. Y ahora Anya se da la vuelta en la cama que suele compartir con Leon, y él no está.

 *

 Leon fue lo que regresó de la guerra mientras esperaban que volviera Jon. Mamá y ella se habían acostumbrado a hacer los trabajos duros, mientras Tarsi leía y leía las lecciones de la escuela a la que iba los fines de semana, allá en el pueblo. Leon volvió en un coche humeante y con la gorra en la mano les habló muy seriamente. Mamá lloró aquella noche, cuando Leon se quedó por si necesitaban algo. Los días siguientes también se quedó, para ayudarlas con la granja en aquellos tiempos difíciles en los que estaban solas. Y ellas necesitaban un hombre en la casa. ¿Qué iban a hacerle? Leon hablaba bien y no tenía reparos en mancharse las manos. Realmente, se había dicho Anya a menudo, cuando lo veía sonriéndola desde el otro lado de la mesa, se podría pensar que hasta era guapo. Y ella era la hija mayor. Tenía que asegurarle un futuro a Tarsi. Con un poco de suerte, su hermana acabaría los estudios y se iría a la ciudad, a conseguir un buen trabajo, vacaciones, dinero, algo que no significase quedarse en aquella vieja casona, atada a la estepa y las ovejas.

 *

 Anya camina en penumbras por la casa, intentando calmar sus pensamientos. “Todo está bien”, se repite una y otra vez. Será que le pone nerviosa la idea de comenzar ella sola el ordeño de madrugada. Las ovejas siempre se le quedan mirando. Pero no, no es eso: hay una presencia, un murmullo. Algo que no debería estar allí, y Anya lo sabe. O lo cree. Porque nunca ha sido muy lista, como siempre dice Leon, y la casa, a fin de cuentas, está vacía. Lo único inusual son la taza y el plato sin fregar en la cocina. Aunque eso tiene fácil explicación.

 *

 El sonido del plato al romperse hizo que Anya pegase un brinco, tensándose, con las manos aún en el fregadero.

—¿Qué demonios se supone que es esto? —Tras ella, su marido se levantó de la mesa, resoplando. Los trozos de cerámica yacían ante él, con la comida esparcida por el suelo—. ¿Acaso pretendes envenenarme? ¿Es así como cocinas nuestros corderos?

—N-no, yo… —Anya nunca había sido buena cocinando, y eso que lo intentaba, una y otra vez. Leon era difícil de agradar, aunque ella no dejase de intentarlo. No era lista, pero sí trabajadora, ¿verdad? Eso decía Leon.

—No, no me lo cuentes, ya sé que vas a intentar mentirme, como siempre —se acercó él. Ella se volvió, con la mirada baja, limpiándose las manos en el delantal—. Como cuando fuiste al pueblo y me dijiste que ibas a ver a tu amiga, ¿te acuerdas? Y luego van y me dicen que te han visto de compras, ¿verdad? —ella mantuvo los ojos en el suelo. Era la forma más rápida de que aquello terminase. —¿¡Verdad!? —repitió él, golpeando con la palma en la mesa—. O como cuando te crees que no me doy cuenta de la manera que miras a los viajeros que se quedan a descansar en la granja. ¿Qué, pensabas que no me daba cuenta? Te veo cómo los miras y les hablas. Sé que te quieres ir con ellos.

Anya se dio cuenta de que había retrocedido más de lo que pensaba cuando su espalda pegó contra la pared.

—Sí, piensas en irte por ahí con esos sinvergüenzas a vivir aventuras y dejarme aquí tirado, trabajando la granja de tu familia, ¡tu familia! —le picó con el dedo en el pecho, tan fuerte que dolió—. Esa que te dejó. ¿Es eso lo que quieres? ¿Abandonarme? ¿Crees que esos imbéciles que vagan por los caminos van a darte una vida mejor? ¿Crees que van a darte tres comidas al día, un techo bajo el que cobijarte, una vida digna? ¿Sabes qué? Debería… —levantó la mano, con el dorso listo— ¡Debería…! —Anya se cubrió la cara—. Pero no —Su marido bajó la mano—. Para que veas que soy buen tipo. Seguiré dejando que vivas aquí. Comiendo de mis ovejas, despilfarrando mi dinero, y perdonándote tus torpezas, hasta el día que me muera.

 *

 La casa está vacía. Como Anya no puede dormir, trata de hacer algo útil. Vuelve al fregadero, y, metódicamente, se pone a frotar la taza y el plato de la cena. A ver si con un poco de agua y jabón se les va el amargor. El amargor de toda una vida.

Está inquieta, sí. Negarlo no va a cambiar nada. Es su casa, es su granja, y por primera vez en muchas noches, ha vuelto a poner la radio sobre la mesa del comedor, y no hay nadie que la quite de ahí. Aunque ahora sólo queda ella para escucharla; mamá ya no está, y Tarsi hace años que no viene: encontró un trabajo en la ciudad, tiene otra casa, otra familia, otro mundo. Demasiado lejos. Hizo bien.

Ahora sólo queda Anya.

Anya, y el murmullo.

Porque, después de tanto tiempo, después de tantas amenazas, el cuerpo de Leon yace inerte en el establo, en el mismo lugar donde cayó fulminado esta tarde.

 *

 —¡Te ha vuelto a salir amargo! —ladró Leon, levantándose de la mesa y haciéndola encogerse al partir la taza contra el suelo—. Pero, ¿se puede saber qué carajo haces con el café? ¡Últimamente no te sale nada bien, Anya! ¡Maldita inútil! ¿Es que necesitas más disciplina? —resopló, enfadado; por suerte para ella, no fue a más—. Te salvas porque últimamente las ovejas están más pesadas que de costumbre —gruñó al fin, tras resoplar—. No mereces la energía que me cuestas. Largo de mi vista.

 *

 Anya frota la taza con el paño mojado. El trabajo en una granja es estresante, todo el mundo lo sabe. Las desgracias ocurren. Le ocurrió al tío Gregor, le puede ocurrir a cualquiera. Y Leon estuvo en la guerra. Caer redondo en casa, junto a las ovejas a las que tanto ha dedicado, es prácticamente un privilegio que no merece.

El murmullo se hace más fuerte a su alrededor, mientras intenta quitarle el amargor a la vajilla, a base de frotar.

 *

 El padre de Anya le dio una palmada en el hombro. Su mano era grande y peluda, pero cálida y agradable como la lana de oveja en invierno.

—Son especiales, pequeña —la niña lo vio sonreír—. No hay otras como estas. Hay veces que estamos solos, y… no sé. Siento que hay una conexión. Como si pudieran entenderme, ¿sabes? —negó con la cabeza, riéndose—. Ojalá respondieran.

 *

 Anya se da cuenta de que es ella la que está murmurando. No hay ningún sonido misterioso. No hay nada que temer. Nada, excepto su propia conciencia. Por eso ha bajado en medio de la noche y está lavando la taza en la oscuridad. Aunque deja de frotar, ya no hay nada que hacer: el amargor está allí para quedarse. Leon ha muerto, y ella ni siquiera se ha preocupado de moverlo. Por eso le pone nerviosa el ordeño matutino. Pasar por encima de su cuerpo inerte, darse cuenta de que en la granja sólo está ella; ella, y las ovejas.

 *

 Leon era un buen tipo, trabajador. Su familia siempre tuvo ganado: sabía entenderse con las ovejas. Mamá estaba ya mayor, y Tarsi tenía que estudiar. Anya no pudo, por la guerra, así que le tocó ocuparse de la granja. Y Leon estaba ahí, ayudándolas. Tenía dinero por su padre. ¿Cómo no iba a casarse con él? Era la única salida que le quedaba. Aunque no le gustase mucho la idea.

 *

 Es la culpa, su propia culpa. Porque Leon ha muerto y sigue allí tirado, en el establo, rodeado de ovejas, y ella está allí, limpiando frenéticamente la taza con la que lo lleva envenenando desde hace seis meses. No pasa nada, se dice, firmemente: Lo enterrará al lado de Mamá, en la esquina norte de la granja. Lo llorará unos días, guardará luto riguroso un año, y nadie hará preguntas. Entonces, ¿por qué está tan preocupada?

 *

Anya no descubrirá la razón de su desasosiego hasta que vuelva a subir a su habitación. Hasta que se acueste, y, oyendo un susurro procedente de la ventana abierta, se asome al exterior. Entonces, sintiendo un escalofrío, verá que todo el rebaño ha salido del establo y se ha congregado allí, bajo su ventana. Trescientos pares de ojos brillantes la observan fijamente desde la oscuridad. Sus miradas, inquisitivas, atravesarán su alma. Y, de las gargantas de trescientas ovejas, todas al unísono, se elevará la voz de su difunto marido.

—¡Sé lo que has hecho, Anya! ¡Lo sé! Al final conseguiste lo que querías, ¿verdad? ¡Matarme del asco! ¿Crees que esto quedará así, mujer? ¡Eres una inútil, Anya! ¡Mírame! ¡MÍRANOS!

 *

 No pasará ni una semana antes de que la gente del pueblo deje de hacerse preguntas. Pobres Leon y Anya, los dos muertos en la misma noche: él, fulminado entre sus ovejas, y ella, de un ataque cardíaco en su habitación. Cada uno tendrá una teoría: que si un acuífero envenenado, que si una partida de alimento contaminada… Lo único que encontrarán los hombres de la capital enviados para investigar serán las ovejas, observándolos fijamente, y no tardarán ni una mañana en volver por donde habían venido con sus trajes buenos y su coche humeante.

No pasará ni una semana antes de que alguien piense en llamar a su hermana Tarsi, en la ciudad. Alguien tendrá que hacerse cargo de esas ovejas. Son buenas ovejas. Cuando se te quedan mirando, casi parece que pudieran entenderte.

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