Todas las cosas en esta vida cumplen un propósito. Por ejemplo, el
propósito del sol es brillar, ofreciendo mañanas como aquella en la que las
chicharras campaban a placer. El propósito de la brisa, refrescar a los escasos
transeúntes, meciendo la maleza que creía a los lados de la carretera como un
oleaje tranquilo y calmado. Y la parada de autobús… ¿Cuál era su propósito?
¿Cuál era su razón de ser?
En este mismo momento, su razón de ser era ser el destino de
Francisca, que, con su blusa color beige, su falda de flores y su chal de
verano, se acercó a esperar. Su rostro ya parecía caerse y sus manos huesudas
estaban surcadas de caminos azules, pero eso no le impedía salir a caminar
siempre que lo deseaba. Eso no le impedía seguir haciendo vida en sociedad.
“Hermoso día, vieja”, saludó a la anciana que ya estaba sentada en la
parada. Ésta tenía el cabello blanco, recogido en un moño, y aunque sus rasgos
se mantenían un poco más asentados, ocultaba sus ojos tras unas gafas de sol, y
sus manos eran tan venosas como las de Francisca.
“Hermoso día, vieja”, la saludó en respuesta, con la misma severidad.
Durante unos segundos, ambas cruzaron miradas, pero a continuación, se echaron
a reír. Habían comenzado aquel saludo hacía más de treinta años, cuando ninguna
era lo suficiente mayor como para tomárselo en serio, y para cuando habían
envejecido de verdad, habían descubierto que eran demasiado mayores como para
tomárselo en serio.
“Pues sí que es hermoso, ¿No te parece?”, preguntó
Francisca. “Incluso aquí, debajo de la marquesina, hace un poco más de fresco”.
“¿Dónde vas? ¿De compras a la ciudad?” Preguntó
Adela, cabeceando hacia la lejanía. Más allá, en aquella carretera, se
distinguían los contornos de una ciudad a las orillas del mar.
“Mi Manolo quiere comer gazpacho”, reveló Francisca,
manoseando el bastón. “Así que toca ir a por tomates”. Ambas suspiraron,
pensando en los planes que tenían. Demasiados planes cumplidos. Demasiado
tiempo de vida. Volvieron a suspirar.
“Te has hecho algo en el pelo”, notó Adela, ladeando
la cabeza. Ella se había puesto aquel moño el día que se había quedado sola en
casa, y desde entonces no había cambiado de peinado. “Has ido a la peluquería”
“A la peluquería, no”, aclaró su amiga. “Es el Joaqui,
el hijo del vecino. ¡Dice que ha montado una peluquería portátil!”. Ambas se
rieron. Peluquerías portátiles, ordenadores portátiles, teléfonos portátiles.
Ya no había quien entendiera a los jóvenes. Tantas ganas por hacerlo todo
portátil. Portátil y pequeño. Menos el mundo, que era cada vez más grande. Lo
más lejos que había ido Francisca en su vida era con las amigas, a una obra de
teatro a la capital hacía treinta años. Y ahora decían que si se montaban en un
avión sólo para ir a trabajar.
Sí, si algo se podía decir de los jóvenes, era que
tenían empeño. “¿Y qué tal tu hijo?”, preguntó. “¿Al final se metió en la
Universidad?”
“Claro”, replicó Adela. “Ingeniero aeronáutico… Hace
aviones”, resumió. “Es un señor importante, si tú lo vieras… Ahora ya casi no
tiene tiempo de visitar a su vieja”. Se volvió a reír. Aquella palabra siempre
las hacía sonreírse, ya fuera por lo poco que se identificaban con ella o por
lo mucho que lo hacían.
“Es que nos hacemos mayores, ¿Eh?” Francisca le
palmeó la rodilla, embutida en una falda negra. “Nos hacemos mayores…”
Aquella frase lapidaria, dicha tan
despreocupadamente, cayó como una losa entre ellas, y la mañana volvió a
convertirse en una mañana de chicharras, de sol y de brisa que correteaba entre
la maleza. Una mañana de muchas. Pasado, presente y futuro… El tiempo parece
difuminarse cuando esperas el autobús.
“¿Y qué tal tu hijo?”, preguntó Francisca. “¿Entró
por fin en la Universidad?”
“Claro”, repitió Adela. “Pero ya te lo he dicho, ¿No
te acuerdas? ¡Es un señor importante!”
“Mi hija también es muy importante…” Murmuró
Francisca, moviendo la boca, palmeando el bastón. Manías de la edad.
Distracciones del tiempo presente. “Siempre tiene trabajo, ya no puede venir a
casa tanto como le gustaría”.
“¿Y por qué no vas tú?”
“Yo ya no estoy para esos trotes”, protestó
Francisca. “Además, me duelen los huesos… Nos estamos haciendo viejas”
“No digas eso”, replicó Adela. “Es un invento de las
farmacéuticas. Uno sólo es tan viejo como se permite ser. La edad sólo es un
número”.
“Eso decía mi Manolo, que en paz descanse”.
Francisca miró al cielo, como hacía siempre que pensaba en su difunto marido.
“Y tenía razón”.
“Lo único que lamento…” La miró Adela, “Es no poder
pasar más tiempo con mis nietos”.
“¡No seas boba, mujer! ¿Y qué les dirías?” La
reprendió su amiga. “Los niños de hoy no hablan nuestro idioma, hablan con las
maquinitas esas que tienen… Las viejas como tú y como yo, el único consuelo es
que nos tenemos la una a la otra”. Y eso era cierto. En aquel tiempo sin
tiempo, ojos sin vista, en aquella parada sin autobuses, lo único que quedaba,
eran los recuerdos.
“¡Francisca!”, sonó la voz de un hombre.
“¡Francisca!”
La anciana se levantó, trabajosamente, y se volvió a
su amiga. “Es mi padre. Ya es tarde, seguro que madre quiere que la ayude a
poner la mesa. Debería irme… Ya sabes cómo se pone cuando tardo demasiado”.
Por suerte, apenas se había movido cuando un hombre
vestido de blanco la tomó de un brazo, sin darle tiempo a tambalearse ni
apoyarse en el bastón. “¡Francisca! ¿Pero sabe el susto que nos ha dado?”, la
reprendió. “¡Ya es la tercera vez que se escapa esta semana! Suerte de que
tenemos esa parada de bus falsa ahí, si no, quién sabe a dónde podría haber ido
a parar”.
La mujer miró al hombre, en cuyo pecho brillaba un
cartel en el que había escrito a máquina “Joaquín, enfermero”, y sonrió. “Hola,
joven, ¿Es usted el novio de mi hija?” Él sonrió, acostumbrado a las palabras
de la anciana, y la ayudó a caminar.
“No, pero sí podría ser su hijo”, le dijo, a
sabiendas de que no importaría.
“Bueno, pues va a venir dentro de muy poco. Así que
más te vale engalanarte, muchacho”
Asintiendo amablemente, el enfermero la tomó del
brazo y la llevó de vuelta a la Residencia de la que había salido, pero antes
de entrar de nuevo, Francisca se volvió, saludando con la mano a la parada de
autobús.
“¿A quién saluda?”, preguntó Joaquín, curioso.
“A Adela. Es una buena amiga mía, joven, y está
soltera. ¿Quieres que te la presente?” Le ofreció al enfermero, pero éste
suspiró. Sí, efectivamente, Francisca estaba en uno de esos momentos.
Porque Adela y Francisca habían sido buenas amigas
durante la mayor parte de sus vidas, y habían llegado a ingresar en la
residencia de ancianos al tiempo. Pero, mientras Francisca se había estancado
en aquella fase atemporal en la que uno ve su vida deshacerse ante sus ojos,
Adela había encontrado un final mucho más rápido, y una mañana de enero la
habían encontrado, ya fría, sentada en la falsa parada de autobús.
Aquella era la verdad de aquel lugar. Gente sin
pasado, sin presente, sin futuro. Gente que, después de vivir toda una vida,
habían descubierto que no les quedaba nada. Enfermos, sin recuerdos y sin
independencia, los que una vez habían construido la sociedad se acumulaban
allí, en aquella Residencia, sin saber que ahora todo su mundo desaparecía día
tras día. Sin saber que sus familias salían adelante sin ellos, sin saber que
sus amigos morían.
Y como no lo sabía, Adela siguió allí durante
aquella fresca mañana de verano, con su moño prieto, su falda negra, y
disfrutando del sol y de la brisa matinal en una parada de autobuses sin
autobuses.
Todas las cosas en esta vida cumplen un propósito. El propósito del
sol es brillar, el de la brisa, refrescar a los escasos transeúntes, meciendo
la maleza que creía a los lados de la carretera como un oleaje tranquilo y
calmado. Y la parada de autobús… ¿Cuál era su propósito? ¿Por qué estaba allí
aquella parada?
Porque todos necesitamos un lugar al que ir, y todos, por muy mayores
que seamos, necesitamos un lugar donde charlar un rato con aquellos que ya se
han ido.
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