miércoles, 22 de mayo de 2019

Marcha Nocturna

Es la hora. Suena la campana.

Su tañido atraviesa la noche silenciosa, una nota que resuena en las calles de farolas anaranjadas. Sin proceder de ninguna parte, presente en todas. No hay nadie en las calles, nadie para presenciarlo, pero todos lo saben. Todos están allí, sin estar. Invisibles, tras las persianas. Expectantes.

Suena la campana. Y se hace el silencio.

Mentirían si dijeran que no esperaban aquella noche. Que no era un acontecimiento presente en el pueblo desde hacía semanas. Silencios repentinos, miradas graves. Nadie lo decía, pero todos lo sabían. Nadie tañía la campana, pero esta sonaba clara y potente por todos los rincones del pueblo.

Un aviso. Una advertencia. Una invitación.

 

Los perros se han callado, y los gatos, en los bajos de los coches, observan expectantes. La campana resuena por las calles del lugar. Pasos apresurados para volverse a casa, miradas vigilantes detrás de las persianas. Nadie quiere mirar, pero todos quieren ver. Nadie puede estar, pero todos quieren presenciarlo. Desde lo que ocurrió en 1953, el Ayuntamiento interpuso una campaña publicitaria específica durante las fechas previas al Incidente, pero eso no ha impedido que todos los años ocurran cosas similares. Turistas indiscretos, algunos de los cientos de ojos que, escondidos, observan ansiosos las calles vacías, escuchando la campana y preguntándose si ese será su año.

 

Mario es uno de esos curiosos. Uno de los que da vueltas, impaciente, alrededor de la mesa camilla de su tía Luisa, con un cigarrillo apagado en los labios, y escribiendo en el smartphone junto a la ventana, mientras su tío mira fijamente la pantalla del televisor, donde hay un partido de fútbol al que nadie le hace caso. Todos son demasiado conscientes de lo que ocurre. De lo que va a ocurrir. Y Mario puede haber nacido y haberse criado en otra ciudad, con otras costumbres y tradiciones, pero hasta él entiende cuán importante es aquello.

—Lo que no entiendo es por qué nadie hace nada —se encogió de hombros, mirando fugazmente a la ventana al oír el tañido—. El Ayuntamiento, la policía… Se limitan a pedir precaución y que nadie salga de sus casas… ¿Y nada más?

—Mario… —le pidió su tía, que aparentaba leer una revista en el sofá al lado de su marido.

—No, pero… ¿Y si quiero salir ahora? ¿Si tengo una emergencia, si tengo que ir a la farmacia, o a pasear al perro…?

— Mario, no insistas —repitió su tía.

— Este niño es tonto, te lo digo yo. —El tío resopló, exhalando una nube de humo de su propio cigarro encendido.

 

No era el único sitio donde no había nadie durmiendo. El ambiente era tenso. En los hoteles, en las casas. Niños apiñados pegados a las cortinas, clientes de hotel esperando al momento mientras comen pipas frente a la ventana.  Y las familias de unos pocos desgraciados, rememorando una noche igual que aquella, cuando había empezado todo para ellos. Terrazas de cafetería abandonadas, y sólo el silencio sepulcral que precede a la campana.

Y se apagaron las luces.

—Mierda. —La voz del tío estalló en el silencio frente a la pantalla del televisor.

Mario miró por la ventana. Se quedó sin aliento al ver las luces que habían aparecido en la calle, aquella fila de luces doradas en la negrura, pequeñas y tenues pero firmes en su caminar. Las figuras blancas que las portaban apenas se distinguían en la noche, poco más que telas ondeando en un viento que no existía, siguiendo el sonido de una campana. Tragó saliva, sin poder apartar la mirada. Las lentas luces enfilaban su calle, en un desfile silencioso del que, sin embargo, eran todos conscientes. Algo que no deberían ver, que no debían presenciar, pero que, al mismo tiempo, no podían dejar de mirar. Otra campanada resonó en sus oídos. Otra resonó en sus huesos. Un aviso. Una advertencia. Una llamada.

El televisor mostraba estática. El teléfono móvil, sin señal. Y aquellos seres seguían caminando. Sin cara. Sin identidad. Con luces que bailaban en la tiniebla. Las teorías sobre su existencia se contaban por decenas. Los episodios se remontaban a la Edad Media, o incluso antes. Y Mario, con su licenciatura en periodismo, sabía que su lugar estaba allí. Registrándolo con el móvil. Documentándolo. Mostrándoselo al mundo, por mucho que sus conciudadanos no opinasen lo mismo.

La campana volvió a tañer. “Tengo que bajar”. Las figuras espectrales se detuvieron. Y, todas a una, giraron la cabeza y miraron a Mario.

 

Luisa lloró mucho al llamar a su hermana a la mañana siguiente, y vistió de negro un año entero. Su marido maldijo, sin dejar de mirar la televisión vacía, aunque después se ablandó con un suspiro y trató de consolar a su mujer. Nadie en el pueblo comentó lo ocurrido. Nadie dijo nada de la Marcha Nocturna. Pero al año siguiente, por aquellas fechas, cuando la campana volvió a tañer y las luces se apagaron de nuevo, muchos pudieron ver junto a las filas de luces una figura encorvada y triste, que, junto a la procesión, parecía tomar fotos con su móvil.

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