viernes, 19 de octubre de 2018

Abrazo


El Abrazo

Hay gente que disfruta mirando paisajes interminables. Grandes cordilleras, llanuras infinitas, incluso universos de planetas y estrellas sin fin.

Kynen disfrutaba mirando el Árbol. Su hogar. Disfrutaba viendo la luz reflejarse en sus verdes hojas, disfrutaba viendo cómo las ramas se extendían por toda la amplitud de La Grieta, llegando al otro lado. Observó los racimos de frutos, las cosechas y orgullo de sus compatriotas. Los edificios, hechos de semillas huecas, los terasterios, atareados, yendo de un lado a otro…

—¡Nen! —lo llamó una voz aguda. Kynen apartó la mirada embelesada de Alda y se volvió, girándose para mirar a la que le había llamado—. ¡Ya he terminado! —lo llamó Kyann, y Kynen sonrió, al verla corretear hacia él atravesando Tronco, la mayor avenida de su mundo, una de las que conectaban Alda y el árbol de los terasterios con la comunidad Grisvar que vivía en los túneles de la pared de la Grieta.

—¡Bien! —él salió a su encuentro, balanceándose con sus múltiples brazos y proyectándose hacia ella a una mayor velocidad—. ¿Cómo ha ido? ¿Te han puesto alguna pega?

—No… —dijo ella, entrecerrando los ojos en una mueca al ver los brazos de Kynen, que se balanceaban como juncos al amparo de la brisa—. Pero he tardado un montón. Seguro que te has aburrido de esperarme.

Él sonrió, y le acarició la cabeza con una mano.

—¡No! ¡Qué dices, Kyann! Me he quedado embobado admirando la belleza del Árbol… —suspiró, envolviéndola con un brazo como solía hacer, cariñoso—. ¿No crees que es hermoso? Sabes, cuando lo miro, comprendo que todos digan que es un regalo divino. En un equilibrio perfecto, entre la Luz y el Abismo. Entre la tierra y el aire. Es perfecto, ¿No crees?

Ella no respondió, pero su mirada sombría habló por ella; no compartía sus sentimientos. Y Nen no podía culparla.

Tenía que ver con aquel Árbol, aquella maravilla de la naturaleza, venerado por los terasterios y los grisvar por igual. Un lugar situado a medias, entre Arriba, el lugar desde donde procedían la luz y el agua de la vida, y Abajo, el Abismo de la oscuridad y la muerte. Entre la Luz y la Oscuridad, el Árbol representaba la vida. El equilibrio. Los terasterios consideraban Alda una ciudad sagrada, y las acrobacias de sus brazos sinuosos eran su propia forma de rendirle culto.

Y ahí es donde radicaba el problema de Kyann. Porque los brazos de la terasterio eran completamente incapaces de sostener su peso. Nen no recordaba cuándo había comenzado aquello. Recordaba a la pequeña corretear detrás de él y los demás, con aquellos cortos bracitos, siempre por encima de las ramas más gruesas. Siempre aferrándose, siempre con miedo a caer. Incapaz de hacer acrobacias, de escalar ramas verticales, Kyann había vivido en los nudos más cercanos al tronco principal, sin adentrarse nunca en la espesura. Incapaz de recolectar, incapaz de cazar, incapaz de seguirles el ritmo a los demás terasterios.

—Sabes, creo que puedes enseñarnos mucho a los demás terasterios… —dijo, mientras volvían, intentando animarla—. Tomarnos nuestro tiempo para ir a los sitios. Dar rodeos. Estamos tan centrados en lo que hay al final de nuestros brazos, que muchas veces nos olvidamos de mirar lo que hay más allá —suspiró, mientras se dirigían al hueco del tronco en el que vivían—. No había tenido en cuenta lo majestuoso que era nuestro hogar hasta que pude verlo hace un poco, ¿Sabes?

—Tiene que ser agradable —respondió ella sin mirarlo—. Ser tan rápido que puedes quedarte mirando al paisaje al final.

Había dicho algo inapropiado, y ella había respondido, como siempre hacía. Maldita sea… Nen trataba de animarla, pero Kyann sólo le recordaba lo diferente que era de los demás. Y, en el fondo, Nen no podía culparla.

Alda y el Árbol eran hermosos para Kynen, pero lo eran porque representaban un equilibrio. Un equilibrio que vivía en el interior de cada terasterio. En sus formas de cuidar la fruta, cazar los bichos voladores o incluso en sus danzas rituales… Un equilibrio del que Kyann no formaba parte. No, Kyann no era hermosa. Kyann sólo era agobiantemente lenta, y agobiantemente inútil.

 Y no decía nada. Intentaba seguirlo a las ramas fértiles, y él la esperaba hasta que llegaba con su patético trotecito. Lo acompañaba cuando iba al mercado, o al Puesto de Cambio del tronco. Convivía con él, con sus largos brazos, con sus herramientas perfectas. Y no se lo echaba en cara. Pero Nen lo sabía. Sabía que era consciente. Veía cómo sus ojos se estrechaban al verlo columpiarse, veía cómo lo miraba cuando bajaba a comprobar la fruta, cómo bailaba en las fiestas de la cosecha, entre las ramas. Ella carecía de aquellos brazos imprescindibles para cualquier terasterio, pero no sólo eso… También los odiaba. Odiaba su perfección, su facilidad para vivir una vida plena. Cada movimiento de un terasterio le recordaba su incapacidad. Y los odiaba. Y Nen no podía culparla. Él también lo habría odiado, pensó mientras cenaban en silencio. Una maldición de la que era dolorosamente consciente.

Dolorosamente consciente, pensó mientras la miraba disimuladamente. Observando cómo intentaba cortar la fruta, usando los aguijones subdesarrollados al final de sus bracitos cortos. Queriendo cortarla como él, pero sin embargo consiguiendo únicamente una pasta que apenas parecía puré de larvas. Y entonces, volviendo la mirada a él, entrecerró los ojos. Dándose cuenta de la perfección de los cortes de su propia cena, y de los pensamientos que pasarían por Kyann, Nen dudó de si esconderla u ofrecérsela. Pero sabía que ninguna de las opciones llevaría a ninguna parte.

—Kyann…

La había visto. Había hecho la comparación. Se había dado cuenta de que tal vez nunca lograría una cena como aquella. Con aquellos brazos, lo único que conseguiría, sería caer hacia una muerte segura.

Tal vez era su destino, pensó más tarde Kyann, cuando salió del hueco del árbol y observó la ciudad igual que antes había hecho Kynen. Tal vez su vida estaba enfocada hacia aquel instante, aquel resbalón. Tarde o temprano, ocurriría. Y todo su mundo, como la ciudad comenzaba a oscurecerse en la noche, se convertiría en el Abismo. Pero ella no hacía más que posponerlo. Y ni siquiera sabía la razón.

 

Porque, a pesar de tener unos brazos ridículamente pequeños, Kyann era tan terasterio como todos los demás. Los veía haciendo aquellas cabriolas sentía deseos de correr, de sentir el viento contra su cuerpo, de hacer acrobacias por las ramas. También quería sentir la libertad, el equilibrio de columpiarse sobre la muerte. Pero aquella libertad le había sido arrebatada antes de tener siquiera uso de razón.

Y, lo que era aún peor, no podía trabajar. Sus brazos eran demasiado débiles como para bajar hasta los racimos y controlarlos, y sus aguijones, demasiado pequeños como para cortar fruta o madera. En un lugar especial como el Árbol, los espectros vivían una vida especial. Vivían a través de sus brazos, sus herramientas. El valor de un espectro dependía de sus brazos. Y Kyann apenas tenía brazos.

Nen nunca le había dicho nada. Nunca le había echado en cara su discapacidad, nunca la había dejado atrás. Pero sabía cómo la miraba. Sabía qué sentimiento le impulsaba a pedirle que llevara la cosecha al Puesto de Cambio. No era la necesidad, ni la colaboración. Era la lástima. Sabía cómo la miraba, sabía cómo la miraban todos. Sabía lo que pensaban de ella. Porque ella era la primera que lo pensaba.

“¡Sí, lo sé!”, quería decirles a gritos. ¡Sabía que no tenía brazos! ¡Sabía que era triste, y patética! Si el valor de un terasterio dependía de sus brazos, ella no tenía valor como terasterio. Valoraban la libertad del Árbol por encima de todas las cosas, y ella, con aquellas patéticas patitas diminutas, no tenía libertad. Y así, estaba relegada a vivir de la lástima de su hermano para siempre. Siendo un lastre a sus espaldas, un parásito. Sin dignidad.

Y aquello, de todo lo que implicaba su atrofia, era lo peor. Porque, sin sus brazos, Kyann era incapaz de vivir allí con dignidad. Incapaz de mantenerse en el Árbol. Y, por tanto, debía irse de allí.

No era una decisión tomada a la ligera. Había pasado muchos ciclos meditándola, muchas horas de luz mientras caminaba, mientras trotaba. Rumiando los brotes de aquella idea a lo largo de muchas lluvias. No era un impulso. No era la rabia y el menosprecio que sentía. Era la única opción que le quedaba. Al menos, la única digna. Porque sabía que su hermano la quería, que la seguiría cuidando… Pero no la entendía. No lo hacía por él. Lo hacía por ella. Era ella la que no quería seguir siendo una carga. Quería moverse por su cuenta, tener algo de lo que pudiera enorgullecerse. No quería la lástima de nadie. Y eso era algo que allí, en el Árbol, no podría cambiar. Igual que no podía cambiar sus ramas, sus frutos, o las acrobacias de un terasterio. No podía, no debía, y no lo intentaría. Y, precisamente por eso, sabía que eran incompatibles. Y que debía irse.

A él le dolería. Sufriría, cuando supiera de su marcha. Pero sabía que, con el tiempo, lo entendería. Los espectros amaban la libertad, Y ella, a pesar de todo, era un espectro.

Así que tomando las provisiones, una bolsa que había hecho con ojas cosidas entre sí, tomando lo poco que sabía que necesitaría, se dispuso a marcharse, sin despedirse y en la oscuridad, pero entonces se dio cuenta de que no estaba sola.

Unos filamentos negros corrieron a su alrededor, rodeándola, y Kyann notó una presencia tras ella. Una presencia alargada y con los ojos azules, que la abrazó desde atrás. Y Kyann se detuvo, notando cómo toda su determinación por marcharse temblaba como una hoja en un vendaval.

—Nen… —murmuró el nombre de su hermano. No era justo. No era justo que le hiciera eso. Bajó la mirada, viéndolo tomarla en sus brazos como hacía siempre.

—No digas nada—. Le oyó decir, sin volverse. ¿Por qué? ¿Por qué no podía dejarla ir?

—Debo irme —dijo, de todas formas, tratando de fortalecer, por medio de las palabras, su súplica.

— Eres necesaria —replicó él—. Te necesito aquí, Kyann…

Ella suspiró, tratando de no reírse de forma sarcástica.

—¿Necesaria? ¿Para qué me necesitas, hermano? No soy buena para nada. Soy patética, lenta y tardo en hacer las cosas. Siempre voy por detrás. No quiero seguir siendo una carga—. Se volvió, encarándolo. Mirando sus ojos claros, que le devolvían una mirada intensa.

—No, no es cierto —replicó él—. No eres una carga. No eres patética. Eres mi hermana. Y te necesito.

— Sabes que no es cierto —prosiguió ella, desviando la mirada. ¿Por qué no podía dejarla marcharse en paz? Ya no era sencillo antes de que él dijera nada—. Sabes que no soy útil.

— No, no digas eso —replicó él, tomándola de las manos—. Eres útil para mí. Kyann, eres mi hermana. Y siempre me serás útil. Lo siento si alguna vez creíste que no era así, si te viste inútil o si mi mirada te dijo algo que yo no pensaba. Siempre tendrás tu sitio junto a mí. Me da igual qué crean los demás, me da igual cómo te miren. Me da igual lo que puedas hacer.

—Pero a mí no —replicó ella, apartando las manos de él suavemente—. ¿No te das cuenta? No se trata de ti. Se trata de mí, Kynen. Se trata de lo que puedo o no puedo hacer, de cómo puedo defenderme. ¿Crees que es triste vivir como vivo yo? Sé que a veces te lo imaginas, sé que a veces me miras y sientes lástima. Imagina lo que es vivir sin dignidad, imagina lo que se siente cuando vives la vida de otro. Quiero vivir mi propia vida, quiero tener la libertad de todos los espectros. Y eso… Eso es algo que no conseguiré aquí. Este no es mi lugar. Y quiero averiguar cuál es.

Notó cómo el cuerpo alargado de su hermano se arrugaba al tiempo que éste se alejaba de ella, entrecerrando los ojos en un gesto de disgusto.

—No… Kyann, si te vas, yo…

—Si me voy, te sentirás horrible. Ya lo sé —replicó ella, suspirando—. Te produciré dolor. Pero, ¿Sabes? Es lo primero que habré producido en mi vida, aparte de lástima.

— ¡No!

—Necesito vivir mi propia vida, Kynen. Y tú necesitas vivir la tuya. Sin mí.

—¿Y no puedo hacer nada? —preguntó Kynen—. ¡Soy tu hermano! ¡No puedo dejarte ir sin más!

Ella movió la cabeza, suspirando de nuevo. Muchos suspiros. Mucho dolor. Pero también mucha determinación.

—No desapareceré, tranquilo. Sólo iré a otro lugar, a uno más estable. Oí en el puesto de mando que los grisvar están dispuestos a colaborar con los terasterios, ¿sabes? Después de todo lo que pasó con aquel dragón, y lo que hizo la inspectora Zaira… —se había abierto un puente entre los pueblos, uno aún mayor que el tronco que unía el árbol con la pared. Puede que la mayoría de los espectros valorasen demasiado su libertad y sus acrobacias como para meterse en un túnel, pero ella…— Creo que allí pueden tener un lugar para mí.

Él la tomó de nuevo con la mano, angustiado. Impotente.

—No puedo quedarme aquí, sin poder hacer nada para impedirlo… Esta sensación de impotencia es terrible. No podré soportarla.

—Bueno… —suspiró Kyann—. Yo he podido hacerlo toda mi vida.

El Árbol es el lugar de la libertad. La libertad para trepar, para saltar, para correr por entre sus ramas. Pero la libertad de uno acaba cuando empieza la de las demás. Y, aunque no tuviera brazos largos, aunque no pudiera hacer acrobacias, Kyann también era una terasterio. También tenía libertad.

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