A Capella
Frente a mí pude ver la cabeza del terasterio. Su silueta, recortada contra la Luz de Arriba. Posado en aquella rama, observándome triunfal. Yo alargué la mano, viendo ante mí la superficie metálica de mis Gratoi, y caí al vacío.
Es irónico, ¿Verdad? Soy un grisvar. Un cavador. Mi pueblo vive de los minerales que extrae de la tierra, de los hongos que cultivamos. O de eso vivíamos, antes de que empezara la guerra. Una guerra que le había dado la vuelta a todo. Y ahora, en vez de las paredes, sólo tenía conmigo mis garras metálicas, mis Gratoi. Y la oscuridad del Abismo infinito. Sobre mí, podía ver las ramas del Árbol de Alda, que habíamos intentado invadir. Según caía, veía cada vez más ramas. Cada vez una perspectiva mayor.
¿Cómo habíamos sido tan tontos? Los grisvar somos grandes, de gruesos brazos para excavar. Estamos hechos para los túneles. Y ahora sólo había un túnel. Un Abismo infinito, al que aquel terasterio me había arrojado en defensa de su patria. No podía culparle. Yo habría hecho lo mismo. Pero ahora ya lo había perdido. Mi patria, mis grisvar, mi hogar… Ahora sólo estábamos mi alma y yo. Mis garras metálicas y yo. Y el Abismo infinito.
Una oscuridad húmeda me golpeó en la espalda. Un golpe frío y aplastante, que me hizo retorcerme antes de envolverme en su letal abrazo. Agua helada. Como en los pozos profundos de las galerías bajas. Pero los grisvar no podemos nadar, y me hundí como una piedra. Como todos aquellos compañeros que habían caído en aquellas batallas inútiles. “Inútiles”, pensé. Así era la batalla. Así era la guerra. Así era mi muerte.
No obstante, algo pasó. Un pensamiento, un espasmo. No quería que fuera inútil. Una sacudida me recorrió, y el impulso de moverme, de excavar a través del agua, se abrió camino por mi mente agónica. Una mente que apenas era consciente, y que apenas era capaz de diferenciar el bien del mal. Por eso hice aquello. Por eso hice lo innombrable.
Me deshice de mis Gratoi. Mis garras, mis palas excavadoras, mi alma. El instrumento más preciado para un grisvar, que marca su paso a la adultez y su independencia. Su herramienta para cavar, para cultivar, incluso para matar. Los grisvar no somos nada sin los Gratoi. Pero con un movimiento, yo me había deshecho de las cinchas en mis antebrazos, y casi pude distinguir su resplandor metálico mientras caían al insondable fondo del lago.
Libre del peso de mis pecados, de mi alma, mi cuerpo se pudo retorcer, y mis brazos se movieron, por reflejo, tratando de abrirse paso por el agua igual que lo habían hecho por tierra. Pero en el agua no había aire para mis pulmones, y mi conciencia, ya agónica, no tardó en desvanecerse, no tardó en caer en la oscuridad, sintiendo en mis huesos los últimos latidos de mi corazón. Los últimos golpes de una vida que, sin alma, estaba a punto de apagarse.
Golpes rítmicos, acompañados de una extraña melodía. La melodía del más allá. La melodía del Gran Cavador. Una melodía lúgubre. La melodía de la muerte.
Nadie sabe lo que pasa cuando un grisvar muere, y lo enterramos con sus Gratoi. Nadie sabe cómo puede llegar desde allí hasta las cavernas del Gran Cavador. Pero estoy seguro de algo. No es doloroso. Aquello sí que lo fue. Un dolor agudo, como si un aguijón de terasterio penetrase en mi carne. Un dolor que hizo que los recuerdos de los combates volvieran a mi mente. Muerte, destrucción. Compañeros abiertos en canal. terasterios por todas partes.
Con un bramido ensordecedor, me revolví contra mi atacante, extendiendo el brazo y agarrando una tela suave como la barriga de una cría grisvar. Todo un concierto de ensordecedores bramidos y protestas se alzaron en respuesta al mío, pero a pesar del ruido, mantuve el agarre, y cuando abrí los ojos, descubrí que, por suerte o desgracia, no había muerto. Y que tampoco estaba solo.
Llegados a este punto, creo que debería hablar un poco de la Ofoideas. Seres pescadores que vivían a orillas de Mantodia, el lago del que me habían sacado, ellas navegaban en balsas hechas trenzando tallos de hongo que crecía en las orillas, usando filamentos de hojas caídas del Árbol y otros organismos vegetativos que crecían en la oscuridad. Construían balsas ahusadas, que salen al lago impulsadas por filas de remeras, mientras las menos afortunadas se quedan en tierra, guardando sus asentamientos de seres malvados, depredadores de las marismas de hongos o gusanos cavadores. Y mientras, escuchan los cantos del lago, al ritmo de los golpes de los remos.
Y es que las ofoideas viven de sus voces. La voz de un grisvar le permite comunicarse a distancia, por los túneles, pero el canto de una ofoidea es mucho más. Al igual que un explorador grisvar puede detectar el eco de una veta metálica por el sonido que hacen sus Gratoi al golpear la pared, una capitana ofoidea puede detectar la posición de los bancos de peces al oír el eco de su canto y el de su tripulación. Con sonido los localizan, con cantos los atraen, con melodías los aturden… Y con sus afiladas patas articuladas los arponean, como un terasterio cortando fruta.
El pueblo ofoideo vive de su voz. Vive para su voz. Y por eso, cuando me desperté entre un grupo de pescadoras hambrientas, y grité “¡Basta!”, todas se echaron atrás. Aquella fue la primera vez que oyeron mi voz. La primera vez que oyeron una voz que no era la suya.
“Resonador”. Así fue lo que me llamaron, entre murmullos. Gracias a sus bolsas faríngeas, las ofoideas pueden modular su voz. Sus gritos ensordecedores hacen vibrar el agua, aturdiendo a los peces de debajo, haciéndolos presas fáciles para sus afiladas extremidades. Pero también pueden ser suaves murmullos, vocecitas agudas como las de nuestros niños. Entre ella, mi voz grave reverberaba en las paredes como unas Gratoi sobre la piedra.
“Resonador”. Sus vidas giraban sobre sus voces. Si puedes cantar, puedes pescar. Igual que un grisvar se apoya en sus garras, sus Gratoi, para ganarse la vida, las ofoideas dependen de su voz. Pero no es sólo el sonido. La piedra sobre la piedra emite un sonido, pero el canto de las ofoideas es algo más. Es un grito en la oscuridad, una búsqueda de identidad en el solitario lago subterráneo. Al remar, buscando comida, las ofoideas no sólo cantan. Cantan sobre sus vidas, sobre sus anhelos. Sobre su identidad. Si puedes cantar, puedes hacerte oír. Si tu voz resuena, tu presencia prevalece sobre la oscuridad. Y, en la soledad del lago, los cánticos de las tripulaciones de las balsas llegan a las ofoideas en tierra e ilustraban sus vidas.
Y yo, al igual que las ofoideas, tenía voz. Tenía presencia. Tenía alma. Yo, un grisvar que lo había perdido todo. Mis Gratoi, la expresión misma de mi alma, yacían en el fondo del lago. Pero las ofoideas no sabían nada de las Gratoi. Las ofoideas no sabían de mi muerte bajo el agua. Para las ofoideas, mi voz retumbaba como la suya.
Me acogieron con los brazos abiertos nada más oír mi grave voz. “Son ciertas”, entonaron. “Las historias, los relieves”. Leyendas sobre una raza de seres de piedra, figuras y relieves arrojados al vacío por los grisvar. Ofrendas a los Seres de Abajo. Caían al lago, y las Ofoideas los rescataban. Rescataban todo lo que oían caer. Frutos, ramas, hojas y hasta cuerpos. En la oscuridad, la vida escasea. Y cualquier alimento es bienvenido.
Pero yo tenía Voz. Yo era alguien. Y aquello lo cambiaba todo.
Sin historia que cantar, sin poder navegar usando la ecolocación, no podía embarcarme, pero eso no significaba que fuera inútil. Todo lo contrario. Construcción de naves, transporte, comida… No podía contribuir con el alimento, pero no tardé en comprobar que me necesitaban. Cuando los conocí eran seres rígidos y duros, que llevaban vidas austeras arrebatándole al lago su sustento. Pero las ofoideas son seres sensibles y frágiles, cuyas vidas poéticas se entrelazan en sus voces, que cantan funerales cuando pierden a un miembro. Seres que, al mirar al lago, al navegar, deben darles la espalda a las marismas, a las paredes. A los depredadores.
Seres de las profundidades de la tierra. Gusanos carnívoros y otras criaturas que merodeaban en la oscuridad. Grandes, del grosor de un grisvar adulto y con tres potentes mandíbulas, son fuerzas de la naturaleza para las ofoideas. Deidades antiguas en sus cantos, los Kuri eran seres que debían ser temidos y aplacados, con ofrendas de pescado y hongos. Duras rocas en su camino. Pero, cuando se encuentran con una roca, los grisvar no se detienen, sino que la rompen en pedazos. Y yo no era un grisvar, sin mis Gratoi… Pero era lo más parecido que tenían. Así que, cuando vi a aquel gusano carnívoro arrojarse sobre una ofoidea, cuando vi su vientre al descubierto entre sus alas rotas, decidí que era hora de hacerme un nombre.
“Te mataré, demonio”, dije. “te mataré y liberaré a las ofoideas de tu amenaza”.
Recuerdo la batalla. Recuerdo las sacudidas del Kuri. Recuerdo los golpes contra las rocas de la pared de la caverna. Recuerdo ser arrojado sobre la piedra. Era demasiado, pensé. Era inútil. Las ofoideas tenían razón. No se le podía hacer frente a un Kuri. No sin mis Gratoi, sin mis garras. Y entonces, al pensar aquello, cuando el excavador abrió sus tres mandíbulas, irguiéndose sobre mí para atestar el golpe final, me di cuenta. Aunque había perdido mis Gratoi, para las ofoideas seguía siendo digno. Me habían acogido como resonador. Habían creído en mi alma.
Y eso significaba que mi alma no estaba en mis Gratoi. Lo que las convertía en meros metales tallados. Piedras que los grisvar usaban para un fin. Y, al extender el brazo, en el suelo, supe que tenía muchas piedras. Aquel fue el principio.
Esperando al momento oportuno, cuando el Kuri se abalanzó sobre mí, lo golpeé con las piedras. Lo alejé de mí, golpeándolo como lo habría golpeado con mis Gratoi. Usando mis manos en forma de pala, levanté grandes piedras y se las lancé al monstruo, que no se esperaba resistencia. Acostumbrado a los aguijonazos de las ofoideas, el Kuri retrocedió ante mis grandes pedradas, pero yo no le di tregua. Dejándome llevar por la furia, por todo lo que había ocurrido, desaté mi fuerza y me lancé tras él. Pedrada a pedrada, detuve su movimiento. Pedrada a pedrada, lo detuve para siempre, y lo enterré en un lecho de rocas. Aquello, como ya he dicho, fue el comienzo.
Los grisvar están acostumbrados a lidiar con los obstáculos en un túnel. Piedras, pozas, depredadores… Es sólo un trabajo. Arrancarle el sustento a la roca desnuda no es más que su modo de vida. Pero yo ya no era un grisvar. Las Gratoi no eran más que garras metálicas en el fondo del lago. Y las ofoideas cantan. Cantan sobre sus hazañas, sobre travesías batallando criaturas submarinas. Sobre las batallas de canto al ritmo de los remos de balsa, entre distintas comunidades. Y ahora, sobre Kuri-dak, “Muerte del Kuri”. Eso fue, como he dicho, lo que lo empezó todo.
Había logrado un nombre. Un puesto de honor, como defensor de la comunidad. Una historia que cantar. Sus melodías del Kuri ahora hablaban de Kuridak y su hazaña. Sus ofrendas eran ahora agradecimientos que presentaban ante Kuridak. Ante mí. Y yo vi la oportunidad. Tal vez no saliera en sus balsas a pescar… Pero pronto, los cánticos de mi hazaña comenzaron a elevarse desde las aguas de Mantodia.
Y, como los ecos, las consecuencias pronto se hicieron presentes. Ofrendas. Regalos, en forma de provisiones. Agradecimientos. Las ofoideas pagaban mi historia con comida. Y yo quería comida. ¿Quién podría culparme? Sólo quería asegurarme. No podía pescar, pero podía tener a las ofoideas pescando para mí. Cantando mi historia, para que todos la conocieran. Un héroe, un protector. Kuridak, el centinela de la ciudad. El que levanta muros.
Querían alguien sobre el que cantar, y yo se lo dí. Les di historias sobre mi pasado, un pasado que sólo existía en mi imaginación. Hazañas sobre la muerte de monstruos épicos. Leyendas extraídas de la cultura de los grisvar. Proezas que me aseguraron un puesto constante en sus canciones, un puesto constante en sus ofrendas. Pronto, Kuridak no fue el guerrero pescado en el lago. Kuridak era el héroe que había caído del cielo, elegido por los dioses para traer la paz a las ofoideas matando a sus enemigos, unificando sus tribus en un gran asentamiento. Una urbe alrededor de mí.
Yo era el defensor. Yo era el que sabía cómo evitar que murieran. Era el elegido por los dioses, y, por tanto, era el que debía elegir cómo organizar las balsas. Cómo salían, dónde pescaban. El que elegía a las que iban de pesca y a las que se quedaban de centinelas, esperando a los monstruos en la oscuridad. Les di orden a sus vidas, organizando la urbe como un sistema de galerías, plantando hongos luminosos en cada esquina para que yo pudiera ver.
Era lo mejor para ellas. ¿Cómo no iba a serlo? Era Kuridak, el liberador. Kuridak, el elegido por los dioses. Las canciones eran claras sobre ello, canciones que cantaban las ofoideas más favorables. Canciones aprobadas por mí. Mis historias, mi urbe. Mis ofoideas. Yo se lo había dado todo. La libertad del Kuri. La protección. La organización. Cuando llegué aquí, al poblado de Blunn, sólo había tristes asentamientos pesqueros en la oscuridad del lago negro. ¿Y ahora? Ahora una urbe se iluminaba en la oscuridad, desafiando la negrura. Ahora, los barcos marchaban por todo el lago, desde las marismas a la Catarata Infinita.
Ahora las ofoideas ya traían sus capturas, y las repartían entre toda la comunidad. Ahora teníamos un sistema. Un mercado, como el que había entre los grisvar y los terasterios. Organizando las entregas, determinando cómo se repartía la comida, me aseguraba de mantener mi control sobre ellas. Me aseguraba la mayor asignación de todas. Era más grande. Era el precio de la seguridad.
Algunas cometieron el error de desafiarme. Se volvieron contra mí, chasqueando las mandíbulas y vibrando las alas. “No eres uno de nosotros”, dijeron. “No eres como los demás. No deberías estar aquí”. Ilusas que no sabían lo que decían. Que no sabían lo mucho que hacía por ellas. ¡Era Kuridak, su protector! ¡Kuridak, el héroe venido de los cielos! ¡El elegido para traer la paz a las ofoideas! Levantándose contra mí, las rebeldes creyeron que podían volverse contra su invencible Rey, pero se equivocaron. Sus cáscaras se quebraron, y sus alas se rompieron. Y su sangre azul empapó mis manos, mientras yo miraba a las demás, satisfecho. Sabiendo que no había quien me hiciera frente.
Por desgracia, me equivocaba.
Al principio, pareció una simple alga que habían pescado en el lago Mantodia. Un montón de tiras, como los filamentos de las algas que flotaban inertes en las negras aguas. Pero las algas no se mantenían sobre sus pies, ni tenían ojos brillando en la oscuridad. Aquel ser que me observaba ante mí, en la cámara del trono, rodeado de las ofoideas, era lo último que esperaría ver allí. Un terasterio de Alda.
Había venido de Arriba, de los dioses, dijeron los insectos. Como yo. Podía notar el temor y veneración en sus voces. Podía notar el poder y el control. Yo les había dado la ciudad, Kuridoia, y a cambio, ellas me daban mi poder. Y eso fue lo que le ofrecí al terasterio.
Allí abajo no estábamos en guerra. No éramos enemigos. Mis Gratoi estaban enterradas. Había sitio para otro dios en el panteón de aquellos insectos. Extendí la mano… Pero el terasterio la rechazó.
Dioses, reyes, héroes… “Cuando desperté entre las ofoideas, pensé que estaban locas”, dijo. “Pero tenían razón. Esto ha ido demasiado lejos. Abandona tu reinado de terror”. ¿Reinado de terror? ¡Yo era su líder, su héroe! El único terror de las ofoideas era ese maldito Kuri. Yo era su salvador, su liberador, y el elegido para mantener la paz por los dioses. “Y, por la presente”, dije. “Te considero una amenaza para mi pueblo”. Debía ser eliminado. Silenciado. Así que, al igual que había hecho con el Kuri, me abalancé sobre él. Al igual que me había abalanzado sobre todas las ofoideas rebeldes. Pero el terasterio esquivó mi bramido, siseando hacia un lado, usándome para columpiarse a un lado. Me rodeó, colocándose a mi espalda mientras yo me daba la vuelta.
“¡Las he llevado a la gloria!”, le espeté, mientras intentaba golpearle, atento también al círculo de ofoideas que había a nuestro alrededor. “¡Yo soy Kuridak, el Rey! ¡Yo soy el pueblo!”
Las ofoideas cantaban. Cantaban, como les había enseñado. Cantaban mis historias, mis hazañas. Cómo había matado a incontables seres oscuros, cómo me habían elegido los dioses. Cómo había levantado muros y había creado aquella ciudad para protegerlas.
“Los muros son para protegerse de las bestias…”, replicó el terasterio, siseando a mi alrededor, sacudiéndose mis intentos de agarrarlo. Su cuerpo escurridizo se libraba de mí, rodeándome, haciéndome trastabillar. “Pero en este veo que la bestia ha estado dentro desde el principio”. Volví a atacar, una y otra vez. El terasterio se movía, pero yo sabía que si lograba encajar un golpe, ganaría. Mi fuerza era muy superior a la suya. Yo era más fuerte, era el rey. ¡El héroe, elegido por los dioses!
“Mírate, grisvar”, dijo, azotando mis pies y haciéndome caer en mitad de mi ataque. “Has perdido tus Gratoi, y has perdido tu razón de ser. Eres un ser sin alma”.
“¡Silencio!”, bramé, irguiéndome de nuevo. Un terasterio nunca podría comprenderme. Las Gratoi no eran nada, no eran más que pedazos de piedra tallada que esclavizaban a los grisvar. Si fuera por las Gratoi, seguiría en el fondo del lago, ahogado como el resto de grisvar. “Mi alma no es una piedra inerte hundiéndose en el lago”, sentencié, mientras lo agarraba con fuerza. Sin su máscara de guerra, su cabeza era vulnerable. “¡Mi alma es una Voz potente que se alza sobre las aguas!”
“Te equivocas, grisvar”, dijo, moviéndose como la neblina para liberarse de mí. Agarrando sus brazos, traté de golpearlo contra una pared, pero se columpió y se alejó de mí, escalando por ella fuera de mi alcance. “Las Gratoi no son piedras talladas. Son un alma, una herramienta. La forma de ganarse la vida. Al igual que un terasterio usa sus brazos, el grisvar usa las garras para labrar el campo, para abrir túneles. Para contribuir en su comunidad”.
“Herramienta…” La palabra recorrió como un susurro el círculo de ofoideas. Apreté los dientes, dándome cuenta de lo que había hecho aquel terasterio. Las Gratoi eran las herramientas de un grisvar, igual que los brazos eran las de un terasterio. Igual que la Voz era la herramienta de una ofoidea.
“Y al perder tu herramienta, tu ser se ha pervertido”, dijo el terasterio, moviéndose a mi alrededor. Tanteándome, buscando que yo atacara de nuevo. Sabía, sabíamos que aquel asalto decidiría quién salía victorioso. “Has perdido de vista tu naturaleza, grisvar. Has perdido tu razón de ser, y con ella has perdido tu alma, y te has aprovechado del agradecimiento de las ofoideas. Eres un monstruo, Kuridak”.
Y sin previo aviso, nos lanzamos el uno contra el otro. El terasterio, con sus brazos afilados extendidos a su alrededor. El grisvar con su gran puño, un ariete que aplastaba todo lo que se encontraba. terasterios y grisvar. Brazos contra puño. Todo terminaría entre nosotros.
O no. Porque, en el último momento, el terasterio hizo un quiebro, esquivándome, haciéndome tropezar y caer con sus brazos. Me volví, levantándome, pero un doloroso aguijonazo en las piernas me detuvo, haciéndome caer del todo. “Tus Gratoi son un memorándum de tu razón de ser, tu herramienta. Si las tuvieras sabrías que hay algo por lo que vivir, algo distinto a tu propio interés. Pero, como las has perdido, has perdido también tu poder. Tu muerte librará a las ofoideas de la amenaza”. Se me heló la sangre en las venas al oír aquellas palabras. Eran las mismas que yo le había dicho al Kuri. Sin embargo, no fueron las últimas.
“Pero eso no es decisión mía. No eres mi enemigo”. Se volvió. “Es ante ellas ante quienes debes rendirles cuentas”. Aprovechando el momento, me levanté, de golpe, tratando de llevarlo conmigo, pero giró sobre mí, y volvió a hacerme caer.
“¡Ofoideas de Blonn!”, anunció. “¡Vuestro héroe, vuestro rey invencible!” Cortando un hongo luminoso, aprovechó la luz que emitía antes de morir para iluminar mi figura. “Vuestro dios tirano sangra como todos los demás”. Heridas superficiales decoraban mi piel. Pequeños cortes que había hecho al usarme para sus acrobacias. Cortes superficiales, que no significaban nada… Pero, irónicamente, la sangre le otorgaba un tono de óxido a mi cuerpo. Estaba oxidado por la victoria. Y el terasterio lo sabía. Así que siguió hablando con mis súbditos. Siguió hablando de cómo las leyendas no eran ciertas. De cómo no había sido ningún elegido de los Seres de Arriba. “Un guerrero caído entre muchos”, me describía. “Un soldado vencido de una guerra en nuestra patria. Un ser que, perdiendo su alma, se ha pervertido hasta convertirse en el tirano que es ahora”.
El terasterio había echado un paso atrás, permitiendo a las ofoideas decidir mi papel en aquella historia. Y las ofoideas habían avanzado, enarbolando sus aguijones en mi contra.
Tomando su lugar al matarlo, me había transformado en el Kuri para las ofoideas. Un ser excavador que se aprovecha del miedo para comer, para dominar. Un gusano. Y aquel terasterio les abría los ojos. Las ofoideas murmuraban y armaban jaleo, dándose cuenta. Tras el agradecimiento inicial por el Kuri, no me debían nada. Nada por las historias, por las leyendas, por el control.
En un último intento de control, volví a levantarme. Rojo de ira y de sangre, con las ofoideas rodeándome, las desafié con mis gruesos brazos, puede que me hubiera perdido con sus palabras siseantes, que hubiera logrado poner a mis súbditas en mi contra… Pero aquello no acabaría allí. ¡Yo era el rey invencible, el protector, el héroe de las ofoideas! Les recordaría a golpes quién mandaba allí.
O, al menos, eso creía. Porque, cuando me abalancé sobre ellas, las ofoideas se hicieron a un lado, y uno a uno, fueron cortando los hongos luminosos que nos rodeaban, que cayeron uno a uno por la ladera de la colina junto al lago, oscureciendo la zona. Y la oscuridad no era mi terreno. Era el suyo. Ataqué, una y otra vez, hacia un lado y otro, tratando de alcanzar a los insectos, pero sus voces resonaban en mis huesos. Yo estaba ciego, pero ellas podían ver. Con su música, me veía. Con sus cánticos, me aturdían. Y, como a un pez, me arponeaban.
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