sábado, 12 de febrero de 2022

La Forma

—Apagas la luz a las once y media.

Que sí, ma, que si, piensas. ¿Cuántos años se cree que tienes? Ya no eres una cría para que te controle así. No tiene ningún derecho, te dices en tu mente. Le das las buenas noches educadamente y esperas a que se vaya; esperas lo justo y sacas la consola portátil de debajo del colchón —ella la esconde cada vez más, tú lo tomas como un reto— y la enciendes para comenzar a jugar. Mañana es sábado y no hay instituto. ¿A quién le importa la hora?
            La puerta se abre de repente y tú tapas la luz de la consola con tu cuerpo, haciéndote la dormida. Ha intentado pescarte así más veces, si lo consigue se liará una buena. Su silueta queda ahí, recortada contra la luz del pasillo, un buen rato. Demasiado rato, como desafiándote. Y tú te haces la dormida, mirándola de reojo, escuchando su respiración acompasada. Sientes que algo está mal e inconscientemente te encoges, apretando la consola contra tu pecho. Las madres no deberían acechar a sus hijas como depredadores, como si buscasen el Anillo Único.
           Finalmente, la figura desaparece, la puerta se cierra, y vuelves a poder respirar. A la mañana siguiente, mamá está fresca como una rosa, mientras tú…

Esa noche es sábado y no hay escuela el domingo, pero le da igual: a la cama a las once y media. A ti también te da igual. Tienes pensado pasarte la noche superando el nivel del Templo del Agua de todas formas.
        Hasta que aparece ella de nuevo: casi sin ruido, mamá abre la puerta, y sólo logras salvar la consola gracias a tus rápidos reflejos. Y otra vez, la misma escena: la silueta que entra en la habitación, respirando calmadamente mientras la hija, con el corazoncito infantil martilleando contra sus costillas tan rápido que cree que podrá oírla. Esta vez alcanzas a mirar la hora: las dos y media de la mañana. Si te encuentra, si descubre que estás despierta, probablemente te caerá la bronca del siglo y mamá esconderá la consola en otro lugar que tendrás que encontrar. Pero, por alguna razón, se siente como algo más. Se siente como si lucharas por tu vida. Aquella figura enmarcada en la luz del pasillo observa el cuarto durante lo que parecen horas, antes de irse y que puedas volver a respirar normalmente. ¿Lo sabe? ¿Sabe que finges y por eso te tortura así, acechando tanto rato?

—¿Pasaba algo anoche, ma? —el enfrentamiento te vuelve a dejar agotada el domingo por la mañana—. Te sentí abrir la puerta del cuarto mientras dormía.
            —¿Qué? Yo anoche no abrí nada, cielo. Lo habrás soñado —bueno, no es la primera vez que se cubre con una mentira—. Además, ¿Cómo me vas a sentir si estabas dormida?
          Las madres tienen esa cualidad, a veces, de tener la razón, aunque no la tengan. ¿Cuál es el estado natural de una madre? ¿La que te acaricia la cabeza mientras desayunas galletas, o la que acecha por las noches en busca de una desobediencia que castigar?

           La batalla por el control es una que se libra entre padres e hijos y que dura toda la adolescencia, hasta que estos últimos ganan. Tal vez sea eso lo que te hace sacar la consola una vez más aquella noche. A pesar de que mañana haya escuela.

Mamá abre de nuevo la puerta, distingues su figura en sombras contra la luz del pasillo. Una y otra vez acechando a sus presas. Te sientes como un animalito de los de documental, inmóvil para librarse de la serpiente. Oyes a Mamá respirar acompasadamente, recordándote que tú debes hacer lo mismo, aunque sientas pura adrenalina en tus venas. Se supone que estás durmiendo.
           Miras de reojo y, de repente, te das cuenta de qué es lo que está mal, qué te ha hecho sentir como liebre agazapada todas esas noches: ella no está respirando.
       Oyes la respiración rítmica, demasiado rítmica, pero si la observas a contraluz, no hay movimientos, su pecho no se eleva al inspirar. Una oleada de frío pánico recorre tu cuerpo.  ¿Qué está pasando? ¿Quién es Mamá? ¿Qué es Mamá? Mueve la cabeza hacia ti, y te mira. O crees que te mira. En la oscuridad, ni siquiera puedes distinguir si tiene ojos.

       Cuando llega la mañana, estás empapada en sudor, y la consola continúa firmemente apretada contra tu pecho.

 —¿Estás bien, hija? Parece que tuviste una pesadilla.
            Le devuelves la mirada al otro lado de la mesa de la cocina, a la luz del día solo es mamá, y tus aprensiones son solo eso, pesadillas y cosas imaginadas en la oscuridad. Probablemente solo fue sugestión. Para cuando llegas a la escuela ya se te ha olvidado el miedo.

De todas formas, no vuelves a jugar por la noche hasta después de una semana. Es el cumpleaños de mamá, así que papá y ella salen a cenar unos amigos hasta tarde. Y eres demasiado grande para una cuidadora, lo que significa fiesta en tu habitación con la consola, bajando a espadazos los puntos de vida del villano en un frenesí de botones tal que prácticamente no la oyes venir. Solo unos pasos, el crujir de la tabla del suelo ante tu habitación, y la puerta se abre de golpe, en busca de una hija desobediente. Pero esa hija tiene los reflejos más rápidos del país y probablemente habría podido ganar competiciones al respecto de no estar allí, aterrada, con la consola pausada contra el pecho y el corazón a mil. Recordando que no sintió cerrarse la puerta de entrada y que el pecho de aquella cosa no se mueve para respirar.
            Piensas frenéticamente que no te diste cuenta, que ellos volvieron antes de tiempo y estabas tan centrada en el juego que no los oíste. Que ella lo hizo para cazarte, todo esto lo hace para cazarte.

           La notas mirar la habitación, posar en ti su mirada sin ojos, y decides enfrentarte al peligro de una vez por todas. Disimuladamente guardas la consola entre las sábanas, bocabajo para amortiguar el brillo, y te das la vuelta, fingiendo despertarte.
            —¿Ma?

        La silueta que se recorta contra la luz del pasillo tuerce la cabeza de una forma imposible con un chasquido, y con una oleada de pánico recorriendo tus jóvenes extremidades, reconoces al fin que esta no es mamá.

 

 La cena ha ido bien. Habéis estado los de siempre, comiendo, tomando algo, la sobremesa se ha alargado, y para cuando tu marido y tú llegáis a casa, son más de las tres.
           —Menuda fiesta debe tener montada ahí dentro —bromea Ángel, mientras abrís la puerta de casa—. Recuerdo que cuando mis padres no estaban en casa mis hermanos y yo hacíamos guerra de cojines. Hasta que tiramos un jarrón que le gustaba a mamá y se descubrió el pastel. Papá puso cerrojos a nuestras habitaciones, y cada noche…
           Le chistas para hacerle callar. El vino habla por él, o, al menos, le impide modular el volumen. Vas a ver cómo está Carmen.
           —Completamente dormida —suspiras, tras un par de minutos, volviendo al salón—. Pobre, lleva toda la semana con pesadillas. Deberías verla cuando se despierta, toda pálida y sudorosa. Creo que son esos juegos que juega.

        —Es la edad —sentencia Ángel encogiendo los hombros mientras vais al dormitorio—. Todos los chicos a su edad duermen mal, por eso siempre están rebeldes y de mal humor.
        Vuelves a chistar, demasiado volumen. Demasiada cena. Como de costumbre, una vez se acuesta, no tarda en quedarse profundamente dormido. Resoplas, un poco decepcionada, mientras te acomodas bajo las mantas, pero el día ha sido largo y también estás cansada.

No obstante, no puedes dormir, ya que unos minutos después una silueta infantil aparece en el dintel de la puerta, en la penumbra. Allí mirándoos, sin decir nada. Y miras a la silueta de reojo, pensando que no eres capaz de distinguir los rasgos de su rostro. Pensando que no has oído crujir la tabla de la puerta del cuarto de tu única hija.

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