—Apagas la luz a las once y media.
Que
sí, ma, que si, piensas. ¿Cuántos años se cree que tienes? Ya no eres una cría
para que te controle así. No tiene ningún derecho, te dices en tu mente. Le das
las buenas noches educadamente y esperas a que se vaya; esperas lo justo y sacas
la consola portátil de debajo del colchón —ella la esconde cada vez más, tú lo
tomas como un reto— y la enciendes para comenzar a jugar. Mañana es sábado y no
hay instituto. ¿A quién le importa la hora?
La
puerta se abre de repente y tú tapas la luz de la consola con tu cuerpo,
haciéndote la dormida. Ha intentado pescarte así más veces, si lo consigue se
liará una buena. Su silueta queda ahí, recortada contra la luz del pasillo, un
buen rato. Demasiado rato, como desafiándote. Y tú te haces la dormida,
mirándola de reojo, escuchando su respiración acompasada. Sientes que algo está
mal e inconscientemente te encoges, apretando la consola contra tu pecho. Las
madres no deberían acechar a sus hijas como depredadores, como si buscasen el
Anillo Único.
Finalmente,
la figura desaparece, la puerta se cierra, y vuelves a poder respirar. A la
mañana siguiente, mamá está fresca como una rosa, mientras tú…
Esa
noche es sábado y no hay escuela el domingo, pero le da igual: a la cama a las
once y media. A ti también te da igual. Tienes pensado pasarte la noche
superando el nivel del Templo del Agua de todas formas.
Hasta
que aparece ella de nuevo: casi sin ruido, mamá abre la puerta, y sólo logras
salvar la consola gracias a tus rápidos reflejos. Y otra vez, la misma escena:
la silueta que entra en la habitación, respirando calmadamente mientras la
hija, con el corazoncito infantil martilleando contra sus costillas tan rápido
que cree que podrá oírla. Esta vez alcanzas a mirar la hora: las dos y media de
la mañana. Si te encuentra, si descubre que estás despierta, probablemente te
caerá la bronca del siglo y mamá esconderá la consola en otro lugar que tendrás
que encontrar. Pero, por alguna razón, se siente como algo más. Se siente como
si lucharas por tu vida. Aquella figura enmarcada en la luz del pasillo observa
el cuarto durante lo que parecen horas, antes de irse y que puedas volver a
respirar normalmente. ¿Lo sabe? ¿Sabe que finges y por eso te tortura así,
acechando tanto rato?
—¿Pasaba
algo anoche, ma? —el enfrentamiento te vuelve a dejar agotada el domingo por la
mañana—. Te sentí abrir la puerta del cuarto mientras dormía.
—¿Qué?
Yo anoche no abrí nada, cielo. Lo habrás soñado —bueno, no es la primera vez
que se cubre con una mentira—. Además, ¿Cómo me vas a sentir si estabas dormida?
Las
madres tienen esa cualidad, a veces, de tener la razón, aunque no la tengan.
¿Cuál es el estado natural de una madre? ¿La que te acaricia la cabeza mientras
desayunas galletas, o la que acecha por las noches en busca de una
desobediencia que castigar?
La
batalla por el control es una que se libra entre padres e hijos y que dura toda
la adolescencia, hasta que estos últimos ganan. Tal vez sea eso lo que te hace
sacar la consola una vez más aquella noche. A pesar de que mañana haya escuela.
Mamá
abre de nuevo la puerta, distingues su figura en sombras contra la luz del
pasillo. Una y otra vez acechando a sus presas. Te sientes como un animalito de
los de documental, inmóvil para librarse de la serpiente. Oyes a Mamá respirar
acompasadamente, recordándote que tú debes hacer lo mismo, aunque sientas pura
adrenalina en tus venas. Se supone que estás durmiendo.
Miras
de reojo y, de repente, te das cuenta de qué es lo que está mal, qué te ha
hecho sentir como liebre agazapada todas esas noches: ella no está respirando.
Oyes
la respiración rítmica, demasiado rítmica, pero si la observas a contraluz, no
hay movimientos, su pecho no se eleva al inspirar. Una oleada de frío pánico
recorre tu cuerpo. ¿Qué está pasando?
¿Quién es Mamá? ¿Qué es Mamá? Mueve
la cabeza hacia ti, y te mira. O crees que te mira. En la oscuridad, ni
siquiera puedes distinguir si tiene ojos.
Cuando
llega la mañana, estás empapada en sudor, y la consola continúa firmemente
apretada contra tu pecho.
—¿Estás
bien, hija? Parece que tuviste una pesadilla.
Le
devuelves la mirada al otro lado de la mesa de la cocina, a la luz del día solo
es mamá, y tus aprensiones son solo eso, pesadillas y cosas imaginadas en la
oscuridad. Probablemente solo fue sugestión. Para cuando llegas a la escuela ya
se te ha olvidado el miedo.
De
todas formas, no vuelves a jugar por la noche hasta después de una semana. Es
el cumpleaños de mamá, así que papá y ella salen a cenar unos amigos hasta
tarde. Y eres demasiado grande para una cuidadora, lo que significa fiesta en
tu habitación con la consola, bajando a espadazos los puntos de vida del
villano en un frenesí de botones tal que prácticamente no la oyes venir. Solo
unos pasos, el crujir de la tabla del suelo ante tu habitación, y la puerta se
abre de golpe, en busca de una hija desobediente. Pero esa hija tiene los
reflejos más rápidos del país y probablemente habría podido ganar competiciones
al respecto de no estar allí, aterrada, con la consola pausada contra el pecho
y el corazón a mil. Recordando que no sintió cerrarse la puerta de entrada y
que el pecho de aquella cosa no se mueve para respirar.
Piensas
frenéticamente que no te diste cuenta, que ellos volvieron antes de tiempo y
estabas tan centrada en el juego que no los oíste. Que ella lo hizo para cazarte,
todo esto lo hace para cazarte.
La
notas mirar la habitación, posar en ti su mirada sin ojos, y decides
enfrentarte al peligro de una vez por todas. Disimuladamente guardas la consola
entre las sábanas, bocabajo para amortiguar el brillo, y te das la vuelta,
fingiendo despertarte.
—¿Ma?
La
silueta que se recorta contra la luz del pasillo tuerce la cabeza de una forma
imposible con un chasquido, y con una oleada de pánico recorriendo tus jóvenes
extremidades, reconoces al fin que esta
no es mamá.
La
cena ha ido bien. Habéis estado los de siempre, comiendo, tomando algo, la
sobremesa se ha alargado, y para cuando tu marido y tú llegáis a casa, son más
de las tres.
—Menuda
fiesta debe tener montada ahí dentro —bromea Ángel, mientras abrís la puerta de
casa—. Recuerdo que cuando mis padres no estaban en casa mis hermanos y yo
hacíamos guerra de cojines. Hasta que tiramos un jarrón que le gustaba a mamá y
se descubrió el pastel. Papá puso cerrojos a nuestras habitaciones, y cada
noche…
Le
chistas para hacerle callar. El vino habla por él, o, al menos, le impide
modular el volumen. Vas a ver cómo está Carmen.
—Completamente
dormida —suspiras, tras un par de minutos, volviendo al salón—. Pobre, lleva
toda la semana con pesadillas. Deberías verla cuando se despierta, toda pálida
y sudorosa. Creo que son esos juegos que juega.
—Es
la edad —sentencia Ángel encogiendo los hombros mientras vais al dormitorio—.
Todos los chicos a su edad duermen mal, por eso siempre están rebeldes y de mal
humor.
Vuelves
a chistar, demasiado volumen. Demasiada cena. Como de costumbre, una vez se acuesta,
no tarda en quedarse profundamente dormido. Resoplas, un poco decepcionada,
mientras te acomodas bajo las mantas, pero el día ha sido largo y también estás
cansada.
No obstante, no puedes dormir, ya que unos minutos después una silueta infantil aparece en el dintel de la puerta, en la penumbra. Allí mirándoos, sin decir nada. Y miras a la silueta de reojo, pensando que no eres capaz de distinguir los rasgos de su rostro. Pensando que no has oído crujir la tabla de la puerta del cuarto de tu única hija.
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