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Una imagen borrosa. Como mal sintonizada. Así que
pestañeó y se estiró en la cama, mirando la lámpara del techo. Se había quedado
traspuesto, o eso creía: sentía la cabeza llena de cosas, pero era incapaz de
recordar ninguna. Seguramente un día largo, pensó, mirando el ocaso por la
ventana. Luego miró el escritorio de la pared a su izquierda, con unos pocos
libros sin dibujos y unos portalápices, y después se volvió para mirar a la
pared opuesta. Un error por su parte.
No había pared opuesta.
Donde debería haber una pared de ladrillo, la
habitación dejaba de existir, y un poco más allá, lo observaba una mujer
sonriente con un carro de la compra lleno de cosas.
—¿Y bien? —dijo ella, ladeando la cabeza—. ¿Crees que
es mullida? —tras ella, el enorme almacén, con techos altísimos, se extendía
más allá de lo que alcanzaba la vista. Desorientado, el joven se levantó—. Está
bien, Isaac —añadió la mujer—, podemos probar otras habitaciones.
—No —repuso Isaac, que poco a poco, muy poco a poco,
volvía en sí—. Es sólo que…
Miró hacia atrás, hacia lo que había pensado durante
un minuto que era su habitación. El expositor estaba bien logrado, por
supuesto: el flexo, las cortinas, el escritorio, incluso una ventana… Todo
igual. Pero ahora que había salido y la ilusión se había roto, podía ver que la
ventana en realidad era una simulación, que los libros en realidad eran bloques
de madera, y que de todos los muebles sobresalían sendas etiquetas con el
precio y las características. Al frente del expositor había un letrero con un
botón rojo que ponía “pruébame”.
—Te quedaste traspuesto, ¿verdad? —la mujer se acercó,
con las manos sobre los hombros de Isaac. Comparada con el flexo de la
habitación, la luz allí era blanca e impersonal. Como si estuviera en otro
mundo. Uno que no terminaba de recordar.
—Lo siento…, Miriam —dijo, una vez pudo ver la
identificación en la solapa de ella, en la que ponía “Miriam S., visitante”.
También recordó de repente quién era esa mujer—. No sé qué me pasa. Intento
pensar, intento recordar, pero no soy capaz —su respiración comenzó a
acelerarse, sus pensamientos se enredaban de nuevo—. ¡Miriam, ni siquiera te
reconocí hasta ahora mismo! ¡Y eres mi esposa! ¡¿Qué me ha pasado?!
—¡Vale, vale, Isaac! —Miriam le puso las manos en el
pecho.
—¿Puedo ayudar en algo? —un hombre con uniforme de
dependiente se acercó a ellos, inclinándose servicial mientras los miraba.
Isaac se dio cuenta de que sus ojos en realidad eran cámaras, de que a pesar de
su aspecto agradable y humanoide no era más que un robot de asistencia—. ¿Hay
algún problema?
—¡No! No —Miriam se volvió hacia el asistente—. Todo
está bien. Sólo está un poco desorientado, nada más.
—Sí… —suspiró Isaac, calmado de nuevo—. No sé lo que
me pasó.
—Pasa que llevamos demasiado tiempo aquí dentro, y que
estamos cansados. Creo que lo mejor será que descansemos un poco, ¿de acuerdo?
—Miriam se volvió al asistente—. ¿Podría indicarnos dónde encontrar la zona de
descanso más cercana?
Antes de seguir al androide, Isaac miró por última vez
la fila de “habitaciones” expuestas. Había tantas, una detrás de otra, y todas
eran prácticamente iguales. Salas de estar, hasta cocinas. El pensamiento de
que podría entrar a una de aquellas viviendas falsas y olvidarse de sí mismo,
hasta de su propio nombre, le hizo dar un escalofrío. Y aquella habitación se
parecía demasiado a la habitación de su infancia.
—Entonces, ¿qué? ¿Al final era mullido? —Miriam se
había detenido junto a él, y miraba también la habitación—. Estabas probando el
colchón, ¿recuerdas?
—¡Ah! —si lo decía ella, debía ser cierto—. Bueno…
supongo que si me quedé dormido debe ser porque sí, ¿verdad? —la miró,
dubitativo, y tras un instante, ella se echó a reír.
—Está bien, nos lo llevamos, aunque no creas que cada
vez que te despiertes va a ser como si te comprases un cuerpo nuevo —le dio una
palmada en la espalda—. Déjame apuntar el número de referencia y lo recogemos
después, ¿de acuerdo, cielo? No creo que nos quepa aquí, al menos por ahora.
El carro que empujaba ya tenía todo un surtido de
cosas variadas, desde el proyector holográfico hasta aquella plantita de color
rojo que parecía que le sonreía con una boca llena de dientes.
—Bueno, hora de tomar un descanso —dijo Miriam,
mientras se acercaban a una zona del almacén con tejadillos y asientos y unas
paredes, como una especie de refugio dentro del enorme edificio—. Ve sentándote
mientras yo nos encuentro algo de beber, ¿vale?
La zona de descanso era una de las muchas que había
repartidas por el centro comercial: una enorme columna que llegaba hasta el
techo, con aseos en la base y máquinas expendedoras a un lado. Provisiones para
que los clientes tuvieran un respiro en el interminable trayecto de compras.
Isaac se sentó en una mesa para dos, no muy lejos de un grupo de chicos que se
habían instalado allí con unas bolsas de fritos, refrescos y una guitarra,
mientras su androide de compañía se cargaba en el enchufe del suelo. Eran
colonos, les explicaron, cuando Miriam volvió con un café para ella y una botella
de agua para él. Acababan de volver de un servicio de cinco años terraformando
en los campos Arestes en el planeta rojo, y ahora estaban usando la paga para
instalarse de nuevo en la Tierra.
—Cuando salimos hacia allá queríamos ver mundo —decía
uno de ellos—. Pero no, olvídalo. Después de cinco años, es hora de tener una
casa que sea nuestra de verdad.
Isaac asintió, pensativo mientras miraba la botella.
Los Campos Arestes, el planeta rojo… Rojo… Una casa que fuera suya de verdad…
Sintió como si la vista perdiese resolución. Se frotó
los ojos, mientras miraba a su esposa. Qué raro.
—¿Isaac? —La voz de Miriam y su mano tomando la de él
aclararon su mente de nuevo—. ¿Estás bien, cielo?
—No sé. Es como si… —Isaac se pasó la mano por la
cara, pero todo era normal.
—¿Está bien? —los chicos con los que charlaban miraron
a Miriam.
—Sí, sí, está bien —ella les sonrió, sin apartar la
mano—. Isaac, cielo, bebe un poco de agua. Te sentirás mejor.
El frescor en la garganta de Isaac terminó de
despejarle, y tras respirar profundamente, volvió a mirarla a ella.
—Estoy bien. Supongo que la excursión es más larga de
lo que esperaba.
—¿Quieres que nos vayamos ya? —preguntó Miriam.
—No, no —él miró el carrito ya casi lleno de cosas—.
Sólo nos queda recoger las cosas grandes, ¿verdad? —respiró profundamente de
nuevo, y se levantó—. Vamos allá. ¿Dónde los recogemos, exactamente?
Las puertas de los elevadores que los llevarían a la
zona inferior, donde se acumulaban los muebles, estaban al lado opuesto de los
baños, en la misma columna, así que la pareja se despidió de los colonos, y se dispuso
a terminar su excursión.
—Menos mal que no hay que venir muy a menudo —suspiró
Isaac, entrando en el elevador—. ¿Y si no pudiéramos encontrar la salida?
—Probablemente podríamos vivir aquí dentro, tendríamos
todo lo necesario —se echó a reír su esposa, que le dio al botón de “descender”—.
Aunque sería mucho más caro, tendrías que estar comprando cosas constantemente.
—A lo mejor terminaríamos convirtiéndonos en parte de
la exposición. O en asistentes robóticos, ¿verdad? —miró su reflejo borroso en el
espejo del ascensor—. Creo que al venir hacia aquí vi uno de esos androides de
compañía que se me parecía.
Se presionó con los dedos en la mejilla, pensando en
lo realista que era la piel sintética de los androides. ¿Se daría cuenta si uno
de ellos intentaba hacerse pasar por humano? Después del test de Turing, el de
Voight-Kampff era el más utilizado para distinguir a los androides. ¿Sería
capaz de distinguir la dilatación pupilar de un ojo humano de la de una cámara
androide? Isaac se fijó en sus propios ojos en el reflejo, pero antes de que
pudiera pensarlo bien, Miriam atrajo su atención a un cuadernito, en el que
tenía apuntados varios números de referencia.
—¿Preparado para la parte más complicada?
Las puertas del ascensor se abrieron, por fin, y los
dos salieron a un sector del almacén que era, si cabe, aún más enorme que el
anterior: el depósito, en el que se amontonaban, clasificadas por número de
etiqueta, montañas y montañas de paquetes embalados destinados a convertirse en
mesas, sillas, camas, y todo tipo de cosas. Miles y miles de variaciones de
todas las cosas que uno pudiera pensar. Tenedores, lámparas, lavamanos,
persianas… para todos los gustos.
La segunda parte de la excursión fue más sencilla para
Isaac —sólo tenía que empujar un carrito nuevo que tomaron vacío—, pero no
menos cansada: aquellos pasillos eran interminables, y más de una vez, creyeron
que habían dado la vuelta, sólo para orientarse con los carteles que indicaban
las referencias.
—No puedo creer que estemos comprando tantos muebles
—Isaac empujó el carrito detrás de su esposa, que iba en dirección a las cajas—.
¿Qué se supone que ha pasado? ¿Es que hemos comprado una casa nueva y no me
acuerdo?
—¿No te acuerdas? —ella lo miró, seria, un instante,
pero luego se echó a reír, relajando la tensión—. Ay, tonto, ¿cómo no te ibas a
acordar de eso? Venga, vamos. Seguro que las cajas registradoras están a
rebosar, y no quiero esperar demasiado.
Y ahora, la interminable fila de cabinas registradoras
que representaba la última barrera antes del mundo real. Y una se iluminaba y
el siguiente en la cola se metía en ella con un carro que por lo general rebosaba
de cosas tanto como los suyos.
El murmullo de la gente enmudeció cuando Isaac siguió
a su esposa a su propia cabina, y un cajero robótico les dio la bienvenida,
mostrando la zona donde podía apoyar sus compras para que fueran identificadas.
Los sensores pitaban cada vez que registraban un
producto, y éste aparecía en la pantalla que había en la pared. Los paquetes
transformables, las lámparas, la planta sonriente… Isaac ayudó a descargar los
objetos más grandes, hasta que todos ellos estuvieron en el área designada.
—Uno de nuestros asistentes los llevará hasta su
vehículo —sonrió el androide cajero—. ¿Deseaba algo más?
—Sí —asintió ella, tras mirar fugazmente a Isaac—. Una
última compra, aunque no será necesario transportarla. Tengo un cupón
promocional —explicó—. Código “ANEWLIFE”. Si quiere lo deletreo.
—No será necesario —asintió el dependiente, mientras
el código aparecía en pantalla—. Escanee el producto, por favor.
Para sorpresa de Isaac, Miriam se volvió y le
arremangó la camisa. En el antebrazo de Isaac había una etiqueta rectangular,
un código de barras que hizo pitar a la máquina. El dependiente robótico
felicitó a la mujer, y ésta se volvió hacia Isaac, como si no viera la emoción
en su rostro.
—¿Lo ves, cielo? Un cuerpo artificial, nuevo, y
completamente sano. Y mucho más resistente que el anterior. Te dije que una
tontería como aquel incendio no serviría para separarte de mí. Gracias al
dinero del seguro hemos comprado lo suficiente para reponer lo que perdimos, y
cuando la programación termine de asentarse, todo volverá a la normalidad —la
sonrisa de Miriam se ensanchó—. Vas a estar conmigo para siempre.