Lo
miré, casi sin mirarlo. Como si siempre hubiera sabido que aquel arco de piedra
estaría allí. La conclusión lógica de un proceso de pensamiento que se me
escapaba, pero que, sin embargo, yo mismo había desarrollado. El arco de piedra
era redondeado, sin aristas; el lago que lo cubría llevaba erosionándolo siglos
antes de que la última sequía lo dejase al descubierto. Y no era una formación
cualquiera: Había símbolos grabados en la piedra, símbolos casi borrados e
irreconocibles, pero se adivinaba una espiral coronando el arco. Probablemente
nunca sepamos quién lo colocó ahí, pero algo en lo que coincidían todos los blogueros,
todos los posts analizándolo, era que nunca había pertenecido a una casa. Al
igual que los círculos de setas en el bosque, los oasis en el desierto, o las
viejas iglesias rodeadas de rascacielos, aquel lugar destilaba magia.
Yo
no era el primero en darme cuenta. No era el primero en sentirme
irrevocablemente atraído por aquella construcción ancestral, probablemente
antediluviana. La conclusión lógica de un proceso de pensamiento que se me
escapaba, en definitiva.
—¡Raúl!
—llamó Christine, desde el otro lado del círculo de piedras que nos rodeaba al
arco y a mí—. ¡Raúl, vuelve aquí!
Pobre.
Me ha seguido todo mi camino. Hasta cuando empecé a ignorarla, cuando corté con
ella, cuando empecé a obsesionarme por este tipo de cosas… A pesar de que
simplemente la eché a un lado, ella me ha seguido. Aparté la mirada del arco de
piedra para observarla un momento fugaz. Su rostro preocupado, sus manos
agarrando el vestido con los nudillos blancos. Ella sólo quería darme un hogar,
darme un lugar que fuera mío por una vez.
Pero
había fallado.
—Lo
siento —le dije, a media voz, pero en la cuenca vacía del lago, se oyó
perfectamente—. Siento haberte arrastrado aquí. No deberías haber venido.
Deberías haber vivido tu vida.
—¿Lo
ves? Por una vez, el chico tiene razón —Erik era su hermano mayor. Tenía buen
instinto: nunca terminó de fiarse de mí—. Vámonos, Chris.
—Hacedlo
—asentí, tragando saliva—. Por favor.
—No,
no pienso irme —replicó Christine, siempre terca, siempre decidida a mantenerse
a mi lado—. No pienso dejar que te autodestruyas de esa manera.
—¿Autodestruirse?
Vamos, Chris, sólo porque por fin haya logrado llegar hasta el final de esa
estúpida obsesión suya…
—No
es estúpida, Erik —replicó ella, golpeándolo con el codo—. Sólo es una forma
diferente de ver las cosas. Raúl es único, y eso es lo que me gusta de él.
—Soy
distinto, ¿vale? No único —me apreté las cuencas de los ojos—. Soy… soy el
raro, el Comelibros, el que siempre está dibujando en clase y no se entera de
nada, el que no para de hacer símbolos siniestros… ¿Por qué no puedes dejarme
tranquilo de una vez?
Nunca
había encajado. Jamás. Todos me habían mirado diferente, desde pequeño, se
reían de los símbolos que me gustaba dibujar. Me decían que, si era brujo, me
garabateaban en los libros de texto, venían a molestarme cuando en el recreo
simplemente me quedaba a rellenar hoja tras hoja de letras inventadas… Porque
eso era lo que siempre habían sido, ¿de acuerdo? ¡Símbolos y letras inventados!
¡Jamás significaron nada! ¡Dejadme en paz!
Aquel
no era mi mundo. Desde el principio lo supe, pero cuando conocí a Christine, en
el taller de literatura leyendo El Fantasma de la Ópera nos pareció
gracioso… Ella miraba mi cuaderno y no veía garabatos, sino que me preguntaba
que a quién le escribía. Me enseñó el Codex Seraphinianus, una obra de
arte, y el Manuscrito Voynich, un misterio insondable. Me enseñó que no
estaba solo en el mundo. Que tal vez había un futuro para mí. ¿Artista?
¿Diseñador de logos? Los meses que pasé con ella fueron como un sueño hecho
realidad.
Pero
todos los sueños tienen una cosa en común, y es que al final el sujeto
despierta, sudoroso, en la cama, en medio de la noche, y se da cuenta de que
todo está oscuro y lo que ha vivido no es más que una fantasía de su subconsciente.
Estoy
en un pozo. Christine sintió pena por mí en el taller de literatura, realizó su
buena acción, y su compasión compró unos meses más de mi existencia. Pero ese
agujero que hay en mi interior es un agujero que nunca se podrá llenar. Mis propios
padres dejaron de intentarlo hace años. Y poco a poco me di cuenta de que
Christine tampoco podría hacerlo nunca. Me sonreía, y se mostraba dulce y
comprensiva conmigo, pero… ¿Dónde termina la compasión y empezaba el cariño? Ella
tenía sus amigos normales, tenía sus pasatiempos normales. Ella se comunicaba
como una persona normal.
Yo
era, soy diferente.
Por
eso estaba allí. En medio de aquel lago seco, frente a la única cosa que
parecía darle sentido a la existencia. Me hace recordar aquel cómic de terror
que decía “éste es mi agujero, está hecho para mí”, y me hace gracia, porque
acabó siendo un chiste… Pero es así como me sentía ante el arco de piedra. Al
otro lado está lo que estaba buscando desde el principio. No sé lo que es. No
sé lo que significa. Pero sé que, de alguna manera, debo cruzar ese arco.
Erik suspiró con resignación.
—¡Cruza de una vez! —le dijo al chico cabizbajo que miraba el arco de piedra.
—¡Erik! —Christine lo golpeó en el hombro—. ¡No lo animes!
—Sólo quiero terminar con esto y volvernos a casa —replicó su hermano—. Te recuerdo que no puedo irme sin vosotros. O, al menos, sin ti.
—¿Lo dejarías a él tirado en medio de la nada?
—Digo —Erik encogió un hombro—, si resulta que ese arco lo transporta al mundo de fantasía. —Luego vio la expresión preocupada de Christine, y no pudo evitar una risa—. Vamos, Chris, no puedes pensar que lo digo en serio.
—¿Y si es en serio? Miré esos foros que sigue… Algunos que vinieron a explorarlo luego no volvieron a conectarse.
—Lo cual significa que es real —repuso él, con sorna—. Y no que han abandonado esa cuenta para alimentar la leyenda urbana. Míralo bien, hermana —se inclinó con ella, apuntando al arco—. Fíjate lo que se ve a través: exactamente el mismo paisaje que por fuera. No hay ninguna diferencia. No es más que un arco de piedra.
—Pero no puedo evitar preocuparme —replicó Christine—. Raúl es… diferente.
—Es rarito.
—Diferente no significa peor —Christine suspiró—. Toda su vida ha sido un rarito. Yo sólo quería hacer que se sintiera bien por una vez en su vida.
—Bueno… —Erik le hizo un gesto para que mirase—. Pues ahora ya lo sabe.
Frente a ellos, dentro del círculo de piedras, frente al arco erosionado, Raúl los miraba, o, mejor dicho, miraba a Christine con una expresión inescrutable.
—Siempre lo supe —dijo secamente, con una voz que destilaba decepción—. Pero gracias por dejármelo claro ahora al final.
—¿Al final? —Christine sintió que el corazón le daba un vuelto—. R-Raúl, no hagas tonterías, por favor. Podemos hablar de ello, ¿de acuerdo? Puedo explicártelo. No tienes por qué cruzar ese arco.
—¿Por qué no? —replicó él—. En el fondo, no crees que vaya a pasarme nada.
—¡Pero tú sí! —gritó ella, produciendo eco en el lago seco—. ¡Tú sí lo crees, y eso me importa, joder! ¡Lo que tú creas, me importa! ¡Tú me importas! —tragó saliva, respirando fuerte—. ¡Me da igual no entender tu forma de ver las cosas! ¡Me da igual no entender tus gustos! ¡Pero tú me importas, que sientas que tienes un lugar me importa! Si quieres contarme sobre la máquina ENIGMA, o sobre… sobre los códigos usados en el Voynich, me parece bien, porque a ti te importa. Nadie se merece estar solo en este mundo, Raúl… —suspiró, tragando saliva—. No sé si habrá algo al otro lado de ese arco o no, pero no quiero que tengas que cruzarlo porque no tienes a nadie en este mundo. Me tienes a mí, Raúl. A mí.
Durante un silencio, ninguno de los tres se movió. Christine recuperó el aliento, Erik arqueó las cejas por el elocuente discurso de su hermana, y Raúl… Raúl levantó lentamente la mirada desde el punto en el suelo donde la había clavado hasta los ojos de ella.
—Gracias, Christine —le dijo, muy serio—. Pero no quiero limosnas emocionales de nadie. Como suele decirse… —inspiró profundamente—…: nos vemos al otro lado.
Y, exhalando por la nariz, se volvió hacia el arco de piedra, el arco mágico surgido de las aguas del lago, y con paso decidido, lo cruzó, sabiendo que era lo más determinado que había hecho en su vida.
En
el fondo, tanto Christine como Erik esperaban que aquello fuera real: que el
arco fuera un portal a otro universo, otra realidad, o, al menos el plano
astral de los espíritus o las leyendas. Es decir, el chisme era mágico: Raúl
tenía que haber desaparecido.
Pero
no: el joven cruzó el arco de piedra, y reapareció al otro lado exactamente
igual. Por un momento, se volvió hacia todas partes, como maravillado, hasta
que posó la vista en ellos y se dio cuenta de que nada había cambiado. De que
todo era mentira.
Erik
se echó a reír.
—No…
No, tiene que haber algo mal —gruñó Raúl—. Debo haber hecho algo mal. ¡Tiene
que haber algo distinto! ¡No me…! —su expresión se interrumpió cuando Raúl se
quedo inmóvil, mirando a un punto por encima del arco de piedra—. Oh —alcanzó a
decir, sin aliento—. Oh, ya lo entiendo.
—¿Raúl?
¿Qué…? —Comenzó a decir Christine, pero no pudo seguir.
Algo arrastró a Raúl, elevándolo
varios metros en el aire. Sus gritos resonaban en la cuenca del lago seco
mientras su cuerpo se retorcía en posturas casi imposibles, a merced de una fuerza
invisible. Había algo allí con él, alguien para quien el chico tan solo era un
juguete que lanzar al aire y recoger luego.
—¡Por
favor! —gritaba Raúl, contorsionándose suspendido en el aire—. ¡Por favor, no!
¡No!
Sus
súplicas se vieron cortadas de raíz cuando lo que quiera que había jugado con
él lo estampó con fuerza en el suelo, justo delante del arco de piedra. Un feo
crujido y una nube de polvo, y el cuerpo del joven quedó inmóvil, con las manos
estiradas hacia el arco que tanto había deseado cruzar.
Ignorando
a su hermano, Christine saltó el cerco de rocas, corriendo hacia el arco y
hacia su amigo.
—¡Raúl!
—lo llamó, aterrada. Lo que quedaba del chico, en medio de una gran mancha de
su propia sangre, levantó la cabeza para mirarla—. ¡Raúl, por dios!
—Co…rre.
Christine
se agachó a través del arco de piedra para tomarlo de la mano.
Erik
no pudo hacer nada más que mirar. No pudo hace nada cuando un enorme tentáculo
negro salió de un extremo del arco, atravesando el vientre de su hermana y
envolviéndola. A continuación, retrocedió a través del arco de nuevo, y el
cuerpo de su hermana, junto con el de Raúl, fueron elevados por la misma fuerza
invisible antes de ser despedazados por completo.
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